«¡Hola! Soy Lucerna y me
gustaría enseñaros mi tienda de flores. Acabo de abrirla y estoy muy
emocionada. Llevo mucho tiempo esperando este día tan especial. Espero que os
guste. Estoy muy feliz por poder mostraros el resultado de tanto trabajo y
esfuerzo»
Lucerna llevaba ahorrando mucho
tiempo para poder abrir aquella tienda tan ensoñada. Había trabajado muy duro
para poder realizar su dulce sueño y al fin el día había llegado.
«Siempre amé la naturaleza,
especialmente las plantas y los animales; pero con las flores siempre he
sentido una conexión muy bella. Además, todavía estoy estudiando sus
propiedades y sé que sus colores tienen también poderes especiales. Sólo espero
que todo salga bien... y confío realmente en que así será».
La
ilusión palpitaba con fuerza en su corazón y le hacía sonreír constantemente.
Estaba, además, demasiado nerviosa y casi llegó corriendo a su ensoñada tienda.
Llevaba cultivando flores en el jardincito de su casa durante mucho tiempo con
vistas a poder venderlas en aquel negocio en el que había depositado todas sus esperanzas.
Al
llegar a la verja que rodeaba su tiendecita, se exaltó al ver a tres mujeres
mayores sentadas en un banco dándoles de comer a las palomas. La señora Hermenegilda,
la señora Vicenta y la señora Herminia, como de costumbre, habían madrugado
mucho para poder reencontrarse con sus fieles amiguitas, a quienes llevaban
alimentando prácticamente desde que se habían jubilado.
— Mira,
Hermenegilda, mira, Herminia, parece que van a abrir por fin esa tienda —dijo
la señora Vicenta con su afable voz temblorosa.
— Eso
parece, mozas —contestó la señora Hermenegilda con ilusión lanzando un gran
puñado de comida al suelo—. Ea, comed, que estáis muy secas. La próxima vez os
traigo un gran plato de cocido de los míos y ya veréis cómo engordáis como
puercos.
— Hermenegilda,
¿crees que, si le digo a mi marido Onofre que venga a comprarme flores, me las
comprará?
— Ah,
pues no sé, Herminia. Tendrías que preguntárselo. Qué pena que mi último
marido, Gregorio, se haya muerto ya. Si no, le pediría flores todos los días. ¿Sabéis
que él no era de regalarme flores el muy soso? Yo esperaba todos los días
sentada en la puerta de mi casa a ver si me traía algún ramo, pero que va. El
mozalbete solamente se preocupaba de mis comidas. Ea, parecía que solamente
existía para cocinar yo... Menuda alhaja estaba hecha el muy socarrón —protestó
con voz firme.
La
presencia de aquellas tres señoras no la inquietaba. Le parecía divertido
verlas dándoles de comer a las palomas, animalitos a los que también apreciaba
mucho. No obstante, por unos momentos tuvo miedo de que le estropeasen las
flores de su tienda.
«Por
lo que veo, hay muchos clicks que pasean por aquí y algunos llevan a sus
perritos: eso es muy buena señal».
— Venga,
venga, Tor, no me tires así del brazo, ¡que vas a romperme!
David
paseaba tranquilamente a su perro Tor cuando de repente éste se puso histérico.
David supo que había olido a alguna perrita en celo, por lo que se preparó para
lidiar una batalla contra su amigo y contra la dueña o dueño de la perra a la
que próximamente su perrito atacaría.
— ¡A
ver si cuidas más a tu perro, maleducado! ¡Ay, qué asco! ¿Se puede saber por
qué no haces nada para quitarlo de encima, bobo? —le increpó Valentina Summers
con repulsión y fastidio—. ¡Fuera, bicho, fuera!
— OYE,
un poco más de respeto, ¿eh? ¡MI perrito no tiene la culpa de que pasees a tu
perra en celo!
— Parece
mentira, Herminia, cuán maleducados son los jóvenes de hoy en día, que no
respetan ni a las señoritas —susurró Hermenegilda en el oído de la interpelada.
Lucerna,
huyendo de aquella trifulca tan divertida, se introdujo en su tienda dispuesta
a mostrarnos su interior.
«Estas
flores que hecolocado aquí provienen de Clisandia. Son muy exóticas y
exclusivas. Creo que solamente nacen allí; pero yo las cultivo en mi
jardincito. Cada color tiene sus propiedades...
»He
intentado que en mi tiendecita haya la mayor variedad posible de flores y
plantas; pero todavía me quedan muchos detalles por ultimar y mucho trabajo por
hacer.
»También
quiero vender artículos para la botánica... y para el cuidado de los
jardines... Sé lo importante que es tener buenas herramientas para trabajar tu
pedacito de tierra.
»Y
esta es Minerva, mi mejor amiga, mi amiga más fiel. Es inteligente, muy dulce y
muy dócil. Llegó una noche de otoño a mi ventana y desde entonces no nos hemos
separado nunca. Es quien conoce todos mis secretos...
»Aunque
no me lleve muy bien con las nuevas tecnologías, mi asesor me recomendó
trabajar con un ordenador... y supuestamente me enseñó a utilizarlo, pero no
confío mucho en... toda esta modernidad. Aquí, también, tengo mi mesita de
trabajo, pues también preparo ramitos y adorno macetas...»
— Veamos,
Minerva, cómo sale todo. Sé que va a ir bien... Tú también lo piensas, ¿verdad?
Los
nervios que se habían aferrado al corazón de Lucerna estaban a punto de hacerle
estallar cuando de repente oyó que alguien entraba en su tiendecita. La ilusión
más inmensa se apoderó de su alma cuando vio a su hermana Deena dirigiéndose
hacia ella.
Lucerna
y Deena se querían muchísimo; pero Deena apenas lo demostraba, pues su carácter
duro y rebelde le impedía a veces expresar sus sentimientos. Lucerna la
protegía siempre todo lo que podía y, en algunas ocasiones, se preocupaba en exceso
por ella. Sin embargo, Deena apreciaba a su hermana más que a nadie en el mundo
y haría por ella todo lo que estuviese en sus manos. Eran gemelas y desde
pequeñas se habían llevado como el perro y el gato, ya que ambas eran muy
distintas; pero siempre se habían apoyado en todo y Deena siempre había
defendido a su hermana cuando alguien deseaba hacerle daño o se reía de ella.
— ¡Deena!
—exclamó Lucerna con mucha ilusión dirigiéndose hacia ella para abrazarla—.
Pensaba que se te habría olvidado...
— ¿Cómo
se me iba a olvidar? ¡Si llevas meses hablando de lo mismo! —exclamó con
ironía.
— Bueno,
¿y qué tal va todo por la taberna?
— Bufff...
Mucho trabajo, hermana... y en ese sitio hay que ser dura, si no, te
pisotean... Además hay algunos clientes que me tienen verdaderamente hartita...
Justo
entonces la campanita de la puerta sonó y entró un hombre extremadamente
acicalado. La conversación de las dos hermanas se quedó suspendida en el aire
cuando ambas vieron a aquel rubio tan elegante. Lo que más le sorprendió a
Lucerna fue ver que portaba en la mano un peine que parecía muy usado.
— ¡Oh,
no! —exclamó Deena con un susurro lleno de fastidio—; pero ¿por qué tengo que
encontrármelo en todas partes?
— ¿Quién
es? ¿Lo conoces?
— Es
el pesado de Morris... Ya puedes despacharlo rápido o, si no, me piro de aquí
antes de que pase un segundo.
— Está
bien —rió Lucerna divertida—. Buenos días, señor. ¿Qué desea?
— Quisiera
unas flores —contestó Morris con una voz que fingía timidez.
— Oh,
qué raro... —le musitó Deena a Minerva—. Me preguntaba qué querría...
— Sí,
tenemos estas flores que provienen de Wensuland... ¿Para qué son exactamente?
Se lo pregunto porque, según en qué quiera emplearlas, puedo aconsejarle unas u
otras... —le ofreció con simpatía y dulzura.
— Pues
las quería para regalárselas a una preciosa muñeca —respondió él con una
sonrisa socarrona.
— Una
preciosa muñeca... Bueno, pues entonces lo mejor será que se lleve éstas... —Morris
se agachó para mirarlas mejor.
— Me
gustan estas rosas... Parecen muy bonitas. ¿A ti te gustan, muñeca? —dijo dirigiéndose
a Deena—. Eh, mira, quería comprarlas para ti. He visto que entrabas en esta
tienda y... pues no me lo he pensado dos veces.
— Déjame
en paz, pesado —le pidió Deena intentando ser cortés—. No me provoques, pues en
esta tienda hay demasiados objetos que pueden ayudarme a hacerte pedazos.
— Sí,
huy, ¿desde cuándo las flores matan? Y, si te atreves a pegarme, nena, te llevo
a mi calabozo particular.
— Cállate,
cerdo —lo insultó Deena con disgusto.
Mientras
Morris y Deena mantenían esta tranquila y agradable conversación, Lucerna, con
el alma llena de sentimientos encontrados, preparaba las flores en su mesita de
trabajo. Se preguntaba por qué en Deena no podía fijarse alguien... más
adecuado para ella, por qué su hermana siempre había tenido que lidiar con
hombres babosos a a los que ella repudiaba con desdén. Morris le parecía a
Lucerna alguien muy singular que la desorientaba hondamente.
— Pues
aquí tiene el ramito, señor. Espero que la mujer a la que se las entregue lo
corresponda, pues es un detalle muy bonito... —titubeó.
— Huy,
sí —contestó él con una voz amanerada—. Precisamente quería regalárselas a esta
muñequita...
— Es
mi hermana, señor. Tenga cuidado con cómo la trata —la defendió Lucerna con
amabilidad.
— Huy,
perdone usted, señorita... —se disculpó pareciendo muy exaltado—. Bueno, ya me
marcho, que tengo mucho trabajo en la comisaría... Por cierto, señorita...
¿cómo se llama usted?
— Lucerna...
— Señorita
Lucerna, qué pena que usted no esté a la venta... pues sería la flor más bella
que podría regalar.
— ¡Ni
se te ocurra meterte con mi hermana! —gritó Deena agarrando una sierra. Al
instante, Morris se volteó dispuesto a marcharse—. Como no te vayas de aquí
inmediatamente, te...
— ¡Deena,
no bromees con esas cosas! —la regañó Lucerna riéndose tiernamente sin poder
evitarlo—. Anda, suelta eso...
— Me
tiene hasta los ovarios, hermana. ¡Y no puedo denunciarlo porque es policía! No
podría denunciarlo a sí mismo y mucho menos a su compañero Philip... No sé
quién está más loco de los dos.
— Me
imagino que serán dos policías muy divertidos. Tengo curiosidad por conocerlos
mejor...
— Huy,
no...! Bueno, me quedaré aquí merodeando para vigilar que nadie te moleste —le
ofreció sonriéndole pícaramente.
— ¡Gracias!
Aunque, si tienes cosas que hacer...
— Que
va... Por la tarde tengo que ir a la taberna...
— Ya
sabes que ese trabajo no me gusta para ti, hermana...
— Hay
que comer, Lucerna —le contestó su hermana ya dirigiéndose hacia el exterior—.
Ah, por cierto, tengo que felicitarte: has montado una tienda estupenda. Molan
mucho todas estas flores...
— Gracias,
Deena. Tu apoyo es muy importante para mí.
El
día estaba yendo mejor de lo que se esperaba. La visita de su hermana la había
llenado de energía e ilusión. Varias personas entraron en Arcadia con
curiosidad e interés. Todos se marchaban con hermosos ramos de flores o con macetas
majestuosas y bellas. Lucerna estaba tan feliz que apenas podía pensar con
claridad.
Sus
y Duclack caminaban serenamente por las afueras de aquella ciudad tan bella a
la que adoraban acudir cuando estaban hartas de pasear por Wensuland o Clisantia.
Al ver la tienda de Flores de Lucerna, Sus se detuvo de pronto y, con una voz llena
de entusiasmo, le comunicó a su amiga:
— ¡Mira,
Duclack! Esa tienda es nueva, ¿no? —Duclack asintió levemente con la cabeza. Su
mirada destellaba de curiosidad—. Nunca he visto una tienda de flores igual.
¿Entramos? Aprovecharé para comprarle flores a mi madre, ya que se acerca el
día de la madre... —reflexionó Sus acercándose a la puerta. Una vez dentro,
Lucerna las atendió con simpatía y mucha ilusión.
— ¿¡¡Buenas
tardes! ¿Qué deseaban?
— Buenas
tardes —contestó Sus con timidez—. Querría comprarle un ramito de flores a mi
madre para el día de la madre...
— Huy,
pues precisamente tengo unas flores preciosas... El azul es un color que da
mucha vida y energía y además desprende amor —le indicó Lucerna a Sus con mucha
ternura y emoción mientras Duclack miraba taciturna las flores.
— ¡Oh,
son preciosas! —exclamó Sus—. Creo que son las más bonitas de la tienda.
— Sí,
también son las que más me gustan a mí.
— Lo
cierto es que todas son muy bonitas —expresó Duclack con una voz nostálgica.
Sus se preguntó qué le sucedería a su amiga, pero no se atrevió a decir nada—.
Hace mucho tiempo que nadie me regala flores...
— Pues
regálatelas a ti misma —le ofreció Lucerna con despreocupación—. Yo lo hago a
veces. A mí también hace mucho tiempo que nadie me regala ni siquiera una
rosita arrancada de un jardín...
— Eso,
Duclack, regálatelas a ti misma —coincidió Sus con alegría intentando disipar
la melancolía que se había adueñado de la mirada de Duclack.
— ¡Pues
tenéis razón! Aibá, estas rojas son muy bonitas... ¡Me las llevo!
— Muchas
gracias, señorita —sonrió Sus con felicidad.
— ¡Gracias
a vosotras! Ha sido un placer atenderlas. Vuelvan cuando quieran —les pidió
entornando los ojos. Estaba tan feliz que no podía controlar la emoción que
sentía.
Cuando
no entraban clientes a comprar, Lucerna se entretenía mirando al exterior,
donde muchos curiosos paseaban observando las flores que ella había plantado
con tanto cariño y esmero para su tienda. Sentía que aquel lugar y la gente que
lo transitaba desprendían una energía muy positiva que le revelaba que todo iba
a irle mucho mejor en su vida desde entonces.
— Bueno,
Lucerna, se me ha hecho tarde —le comunicó su hermana de pronto desde la
puerta—. Voy tirando para la taberna. No te digo que te pases cuando quieras
por allí porque ese lugar en absoluto es para ti —se rió con rebeldía.
— Ten
mucho cuidado, Deena, por favor... —le pidió Lucerna inquieta.
— Lo
tengo, hermana. Recuerda que sé cuidarme mejor que nadie.
Aquel
esperado día estaba llegando a su fin. Lucerna, sorprendida y conmovida, contaba,
casi sin creérselo, todo el dinero que había ganado aquella jornada. «No me
esperaba que fuese tan bien», se decía a sí misma con orgullo y emoción.
Entonces,
de repente, algo turbó el silencio de aquel momento. Fueron unos golpecitos muy
sutiles que a Lucerna la asustaron profundamente. Sobresaltada, se volteó y
entonces vio en la puerta a una mujer joven muy elegante que la miraba con muchísima
dulzura y le sonreía amistosamente.
— Está
cerrado ya, lo siento —exclamó con educación desde el interior de la tienda.
Aunque aquella mujer le resultase curiosa e inocente, no podía evitar sentirse
levemente inquieta—. Me temo que tendrán que volver mañana...
— Sólo
será un momentito, se lo aseguro —le contestó la joven desde el exterior. Su
dulcísima y
Al
entrar en la tienda, Sinéad miró con ternura y amor aquellas flores de colores
tan vivos. Lucerna la observaba con interés y extrañeza. Nunca había visto a
una mujer tan... especial. Había algo en sus ojos que le hacía sentir segura y
confiada. Además, el chico que la acompañaba era el más apuesto, elegante y
atractivo que había visto en su vida. No obstante, intentó deshacerse de esos
confusos pensamientos para poder atenderlos con la más cordial naturalidad.
— Son
muy bonitas todas estas flores —expresó Sinéad con una voz muy tierna y a la
vez nostálgica—. pero...
— Pero
¿ocurre algo? —preguntó Lucerna desorientada. La triste mirada de aquella mujer
la había inquietado.
— Son
muy bonitas estas flores, pero... —titubeó sinéad.
— ¿Qué
sucede, Shiny? —le preguntó Tsolen con cariño.
— Me
da pena que estén encerradas aquí, lejos de los bosques. Las flores son mucho
más bonitas si pueden vivir en los campos... —desveló con una voz tímida.
— Pero
aquí están muy bien cuidadas —se rió Lucerna. La actitud de Sinéad le pareció
tan entrañable que no pudo evitar sentir una inmensa simpatía por ella—. Yo las
cuido mucho. Además, crecen en mi jardín y después las traslado aquí para que
la gente las compre y las cuide.
— Pero...
por ejemplo, si yo compro esta maceta con estas florecitas lilas tan hermosas,
¿podré plantarlas en mi jardín? ¿Pueden volver a la tierra? —la interrogó Sinéad
con preocupación.
— ¡Por
supuesto! Precisamente esas flores crecen y se propagan mejor si las replantas
—le contestó Lucerna con alegría.
— Shiny,
esas flores son preciosas. Podríamos comprarlas para replantarlas en el jardín
de nuestra nueva casita —le ofreció Tsolen con entusiasmo.
— Sí,
es cierto... Sí, las quiero —sonrió Sinéad encantada.
— Has
escogido muy bien. Estas flores desprenden una energía muy especial y llenan de
vida el lugar donde se hallen... Aquí las tienes —se las ofreció cuando terminó
de arreglárselas—. Muchas gracias...
— Gracias
a usted. Son preciosas. Me dará pena quitarlas de esta macetita... —declaró
Sinéad con vergüenza.
— Puedes
hacer lo que desees —le sonrió Lucerna—, menos permitir que se marchiten.
— ¡Por
supuesto! Muchas gracias. Es usted un encanto. Le prometo que volveré pronto
—se despidió Sinéad con cariño.
— Es
un placer haberles atendido.
Mas,
antes de que pudiesen marcharse, Minerva, al parecer inmensamente conmovida por
la apariencia de Tsolen, voló hasta posársele en el brazo. Tsolen, levemente inquieto,
sonrió con divertimento.
— Vaya,
qué lechuza tan simpática —se rió Tsolen—; aunque... será mejor que vayas con Sinéad.
Ella se lleva mejor con los animales...
— ¿Te
llamas Sinéad? —le preguntó Lucerna con interés—. Es un nombre precioso. Yo soy
Lucerna —se presentó con alegría.
— Es
un placer conocerte, Lucerna. ¿Y cómo se llama tu amiguita? —le preguntó Sinéad
cuando Minerva se le hubo posado en el brazo—. Tiene unos ojos muy bellos y
expresivos.
— Se
llama Minerva. Para ella también es un placer conocerte.
La
ternura más reluciente se había posado en todos los rincones de aquella pequeña
tienda. Lucerna sentía, por dentro de ella, que aquel lugar se había llenado de
una energía muy brillante y positiva. De la presencia de Sinéad emanaba una tranquilidad
que parecía infinita. Además, sus ojos estaban anegados en bondad y en una
inocencia que hacía mucho tiempo que Lucerna no percibía en una mirada. Rogó
que aquella parejita tan entrañable y especial regresase pronto.
— Sí,
volveremos, aunque solamente sea para ver cómo va todo por aquí y para que estos
ojitos tan sabios vuelvan a mirarnos —expresó Sinéad refiriéndose a Minerva—.
Hasta pronto, Lucerna.
— ¡Hasta
pronto!
Cuando Sinéad y Tsolen se hubieron marchado, Lucerna, sintiendo una inmensa felicidad, incapaz de retener las lágrimas de emoción por más tiempo, le confesó a Minerva lo alegre que estaba. Solía hablar muy amenudo con su querida amiga, pues tenía la sensación de que ella sabía escucharla mejor que nadie:
— Todo
ha ido mucho mejor de lo que me esperaba, Minerva. Tenía mucho miedo a que este
día fuese un fracaso. Sabes que he estado trabajando muy duro y con ahínco
durante mucho tiempo para poder cumplir uno de mis más hermosos sueños. Sé que
gran parte de la suerte que he tenido hoy te la debo a ti, se la debo a tu
presencia. Estoy muy feliz de poder compartir contigo estos momentos tan importantes
para mí, Minerva. ¡Todo ha cambiado! Lo siento por dentro de mí... Gracias por
estar conmigo, mi querida amiga.
Y
así concluyó el primer día de trabajo en la floristería Arcadia... Lucerna
sentía que aquél había sido el día más feliz de su vida.