UN PORTAL AL MÁS ALLÁ
Aquella tarde primaveral, Áurea
había salido de su casa en silencio, intentando que nadie advirtiese su marcha.
No deseaba que ninguna de sus hermanas se enterase de que se iba. Solamente
quería que la acompañase Bruma, su fiel amiga, su mejor amiga. Los nervios se
habían anudado en su estómago, impidiéndole comer y comportarse de forma
serena. Se sentía tan inquieta que apenas podía pensar con claridad.
Hacía muchas semanas que deseaba
dirigirse hacia aquel lugar al que aquella tarde se encaminaría; pero el miedo
y la desconfianza siempre la habían detenido. Al fin, se había decidido a
enfrentarse a todo lo que pudiese ocurrir. Necesitaba hablar con alguien que
pudiese ayudarla, que pudiese salvarla.
Desde hacía aproximadamente dos
meses, la vida de Áurea se había vuelto casi insostenible. No podía dormir,
continuamente se sentía observada y notaba que alguien la perseguía cuando
caminaba, o bien, por su casa, o bien, por la ciudad. Ya no aguantaba más
aquella situación. Jamás quiso confesarle a nadie lo que le sucedía. Había
guardado en su alma todo lo que experimentaba, todo lo que pensaba y todo lo
que la desasosegaba; pero había llegado el momento de abrir su corazón y
expresar todo aquello que había retenido en su interior durante tanto tiempo.
Desde que su vida había cambiado
tanto, ella había dejado de ser la misma. Apenas sonreía. El cansancio no le
permitía prestarle atención a su alrededor y, cuando hablaba con alguien, lo
hacía siempre de forma forzada y desinteresada. Sus hermanas y sus padres se
habían dado cuenta de que Áurea no estaba bien; pero, por mucho que le
preguntasen acerca de su estado, ella nunca confesaba nada. Alegaba que tenía
mucho trabajo y que estaba agotada. Todos parecían conformarse con aquella respuesta.
Mas aquella tarde Áurea se
desprendería de todo lo que la retenía e iría a buscar ayuda. El destino le
había ofrecido el camino que debía recorrer para llegar a la solución de su
problema, y no iba a permitir que los nervios y la inseguridad la detuviesen.
Así pues, se dirigió hacia el bosque junto con Bruma y anduvo durante horas por
senderos casi escondidos, en busca de aquella mujer que podía ayudarla.
Había oído hablar de una mujer
muy misteriosa que vivía en el corazón del bosque, cerca de las montañas. De
ella se afirmaban muchas cosas, pero lo que más llamó la atención de Áurea fue
que aseguraban que aquella mujer tenía poderes mágicos. Muchos la acusaban de
ser bruja; otros alegaban que era peligrosa por vivir tan apartada de la
sociedad; otros sencillamente se abstenían de referirse a ella guiados por una
extraña superstición. Fuese como fuere, nadie se mostraba indiferente ante su
nombre: Artemisa.
—
Este bosque es muy bonito, ¿verdad, Bruma? —le preguntó Áurea a su
amiguita—. Nunca hemos estado por aquí... ¿Recuerdas ese camino de allí? Ese
camino conduce al campo donde muchas veces hemos ido a comer con todos; pero
hoy tenemos que desviarnos un poco. No temas... Sé que todo saldrá bien. Esto
es muy importante para mí, Bruma...
Bruma caminaba sosegada y
alegremente por el bosque. Adoraba la naturaleza y más si Áurea la acompañaba
en sus paseos. Además, aquella tarde primaveral era muy especial. Los pájaros
cantaban animadamente y todo olía a renacimiento y a flores. No obstante,
conforme se adentraban en el bosque, el canto de las aves mermaba,
convirtiéndose en silencio. El tibio aliento de la primavera fue tornándose un
frío muy extraño y húmedo que empezó a inquietar a Bruma.
—
¿Qué te ocurre, Bruma? No tengas miedo. Simplemente hace un poco más
de frío, pero... es comprensible. Estamos cada vez más lejos de la ciudad y...
La inquietud de Bruma devino en
un pánico incontrolable de repente. La pobre perrita, asustada, solamente
deseaba huir de allí. Una extraña presencia la amedrentaba. Áurea también la
percibía, pero no deseaba que el temor se apoderase de sus sentimientos.
—
¡Bruma! Pero ¿adónde vas? ¡Sal de ahí, anda! —se rió encantadora y
amorosamente—. Venga, no me dejes sola. Tenemos que llegar antes de que
oscurezca, cariño.
Bruma empezó a llorar casi sin
aliento. Áurea no comprendía por qué su perrita tenía tanto miedo, aunque en
verdad ella también percibía algo extraño en el ambiente.
—
Bruma, por favor, sal de ahí. No me obligues a ir a buscarte, por
favor... Si es que... No sé si tendría que haber venido contigo. Me siento mal
al verte tan asustadita, cielito...
Áurea tuvo que ir a buscar a su
perrita, quien estaba a punto de desmayarse de miedo. Un lobo feroz y agresivo
la había acusado desde las sombras, y Áurea no lo había advertido.
—
Venga, no seas tan cobardita... —le pidió con mucha ternura cuando la
tuvo entre sus brazos—. Bueno, mira, voy a confesarte una cosita... Yo también
tengo miedo... —le susurró estremecida—; pero debemos ser valientes... Tú
sabes, mejor que nadie, lo mal que estoy pasándolo... Creo que estamos a punto
de llegar. Me parece distinguir entre los árboles la morada que buscamos...
En lo más recóndito del bosque,
cerca de las montañas, entre algunos árboles ancestrales y ramitas secas, se
hallaba el abandonado hogar de Artemisa. Se trataba de una pequeña caravana
olvidada, llena de todo tipo de objetos. Artemisa llevaba habitando en aquellas
condiciones desde hacía más de dos años, durante los cuales había vivido todo
tipo de experiencias que habían enriquecido su alma. Había llegado a las
afueras de Clickópolis huyendo de la sociedad; la que desde siempre había sido
su peor enemiga. Insostenibles experiencias habían hecho temblar su vida,
experiencias que ella no deseaba revelarle a nadie, pero que, sin embargo, siempre
gritarían en su corazón; el que ya no estaba hecho para convivir con la
humanidad. Los únicos clicks con los que se relacionaba eran los miembros del
aquelarre wiccano al que ella pertenecía; aunque a veces notaba que nadie la
comprendía plenamente.
Su única compañía era la
naturaleza: los árboles, las plantas, el viento, el fuego, el agua, y Leyenda,
su amada gatita; un animal que la había acompañado desde que ella había
empezado a huir hacia el silencio y el olvido.
Aquella tarde, Artemisa se sentía
especialmente triste y nostálgica, por lo que quiso buscar en las plantas una
medicina para su alma. Había leído en su libro dorado, un libro que había
encontrado en una casa abandonada, cómo tenía que preparar una tisana de
hierbas que la ayudarían a olvidarse por unos momentos de todo lo que la
afligía. Deseaba que su espíritu se conectase con el alma de los bosques,
dejando atrás su existencia por unos instantes.
Al llegar a su abandonado y
estremecedor hogar, una inesperada sorpresa agitó todo su interior. Lo primero
que hizo fue lamentarse de que ella estuviese allí, justo aquella tarde. Gaya,
suma sacerdotisa del aquelarre El fuego de Hécate, la esperaba con intriga y
desconcierto. Al verla, intentó sonreírle, pero la oscura mirada de Artemisa la
sobrecogió levemente.
—
¿Qué haces aquí? —le preguntó artemisa con disgusto.
—
Venía a hablar contigo. Hace mucho que no vienes a nuestros rituales y
deseo saber qué te sucede.
—
No me apetece hablar, Gaya. Lo siento —se excusó intentando pasar por
su lado y dirigirse hacia su caldero, donde vertió las hojitas de las hierbas
que había recogido—. Será mejor que vuelvas en otro momento.
—
No, no me iré hasta que hablemos, Artemisa, y lo sabes. Dime, ¿qué
estás preparando? No conozco el aroma ni el color de esa tisana.
—
Deja de hacerme tantas preguntas —le espetó con un susurro.
—
Artemisa, venía a hablar contigo sobre tu situación. No puedes vivir
así eternamente, Artemisa. Dime, ¿estás cómoda aquí, en medio de tanto
desperdicio? ¿Estás bien viviendo aquí, tan sola? ¡Que seas wiccana y adores
la naturaleza como nosotros no quiere decir que tengas que habitar en unas
condiciones tan malas y precarias, Artemisa! —la increpó al ver que Artemisa no
la escuchaba—. Yo vivo en una casa hermosa, situada en medio del bosque. Tú
podrías venir conmigo mientras encuentras otro lugar...
—
¡Ya basta! ¡Siempre que vienes a visitarme me das el mismo sermón!
¡Estoy cansada de todos vosotros! Lo único que hacéis es meteros en mi vida.
¡Dejadme en paz!
—
¡Lo que no puedes hacer es abandonar a la Diosa de esta forma,
Artemisa! ¿Por qué no viniste a los rituales de Beltaine? Todos te echábamos en
falta y el koven estuvo incompleto sin ti.
—
¡Yo no he abandonado a la Diosa ni a nadie! Celebro mis propios
rituales. No necesito a nadie más.
—
¿Se puede saber qué te ocurre? Tú antes no eras así, Artemisa.
—
A nadie tiene por qué importarle mi vida.
—
A nosotras nos importa, en especial a Edurne y Penélope. Ellas son tus
mejores amigas.
—
Mis mejores amigas son la Diosa y la naturaleza. Ah, y también Leyenda.
—
¿La gata que persigue conejos incesantemente? —se rió Gaya con
cariño—. Artemisa, lo único que deseo es que estés bien. Te tengo mucho
aprecio. Fuiste una de las primeras en pertenecer a nuestro aquelarre y eso
siempre te otorgará un puesto muy importante. Además, cuando yo muera, deseo...
—
No, no digas nada, por favor. Yo jamás podré ser sacerdotisa. No estoy
preparada...
—
Ahora no te preocupes por eso. Todavía tienes que aprender muchas
cosas. Gilbert, nuestro sumo sacerdote, está dispuesto a enseñarte todo lo que
necesites...
—
Hoy no me apetece que hablemos de eso, Gaya.
—
Lo mejor será que vaya a buscar a Edurne y a Penélope para que vengan a
verte esta noche. Además, si tienes dolor en el alma, podemos ayudarte a que el
espíritu de los bosques te la limpie...
—
Eso es precisamente lo que quería hacer con el brebaje que estoy
preparando...
—
Deja que te ayude. A ver... —divagó Gaya tomando entre sus manos el
libro de Artemisa—. ¿Has echado corteza de ébano? —Artemisa asintió—. Ten
cuidado con la cantidad de belladona que eches, Artemisa, por favor.
—
Lo he tenido...
—
También necesitas llantén...
—
Tengo todo lo necesario, Gaya. Gracias.
—
Está bien —se rió la sacerdotisa—. Estás volviéndote huraña —siguió
riéndose. Al fin, Artemisa sonrió. No obstante, su sonrisa fue tan frágil y
nostálgica que Gaya se sintió culpable de repente—. Artemisa, escúchame. Sea lo
que fuere lo que te ha ocurrido, quiero que sepas que yo estoy a tu lado para
ayudarte... No tienes derecho a pensar que estás sola. Además, a partir de
mañana, intentaré buscar otro lugar mejor para que puedas vivir.
—
No te preocupes por mí, Gaya. Te agradezco mucho tu cariño y tu
interés; pero no quiero irme de aquí. Aquí es donde verdaderamente me siento
libre. Ese lugar de ahí solamente me sirve para dormir, pero en verdad yo vivo
en el bosque... El bosque es el único sitio donde me siento querida —dijo a
punto de ponerse a llorar—. Y no te desasosiegues por mí. Creo que solamente
nací para ser destruida.
—
No vuelvas a decir eso, cariño, por favor.
—
Huy, creo que viene alguien —expresó Artemisa de pronto. Su rostro se
había llenado de miedo y desconfianza—. Jamás nadie ajeno al aquelarre se ha
acercado hasta aquí.
—
Percibo que se trata de un alma buena y pura, no te preocupes.
Áurea, desde la distancia, había
oído hablar a las dos mujeres. El corazón le había dado un vuelco. Las voces de
aquellas clacks le habían resultado misteriosas y a la vez muy agradables. Se
detectaba en todas sus palabras que ambas tenían un espíritu noble y luchador.
—
Buenas tardes —las saludó Áurea con timidez. Artemisa y Gaya la
miraron extrañadas—. Siento molestarlas...
—
¿Te has perdido? —le preguntó Artemisa con una voz apática. Aunque
Áurea le inspirase confianza, no quería que nadie se acercase a su hogar—.
Nosotras podemos ayudarte a volver...
—
No, no me he perdido. Llevo más de una hora y media caminando por el
bosque en busca del hogar de Artemisa...
—
Artemisa soy yo...
—
No puedo creerme que la haya encontrado —sonrió con vergüenza—. Hace
mucho tiempo que deseaba hablar con usted.
—
Trátame de tú, por favor —le suplicó con tensión. Áurea le ofreció una
sonrisa como respuesta—. ¿Y por qué me buscabas? —quiso saber Artemisa con una
voz algo más amable y relajada.
—
Necesito ayuda. He oído hablar de ti por la ciudad...
—
¿De mí? Eso no es posible.
—
Sí, se habla de ti...
—
¿Y qué se dice de ella? —preguntó la sacerdotisa.
—
No importa, Gaya —intervino Artemisa antes de que Áurea hablase—. En
realidad no me interesa lo que los clicks puedan decir de mí. Dime, jovencita,
qué te sucede...
—
Verás... Artemisa —empezó a hablar Áurea—, llevo mucho tiempo sintiendo
que alguien me observa y que en mi hogar hay alguien más que no forma parte de
mi familia. Cuando salgo por la calle, tengo miedo porque advierto que alguien
me persigue, pero luego me volteo, y no veo a nadie... Por las noches no puedo
dormir. Detecto que alguien se tumba a mi lado en la cama e incluso puedo oír
una leve respiración... la noto caer sobre mi cuello. Lo peor es que no hay
nadie cuando enciendo la luz. No sé si estoy volviéndome loca, pero te aseguro
que he captado tantas cosas que...
—
No estés nerviosa... ¿Cómo te llamas? —le preguntó Artemisa con una
voz dulce.
—
Soy Áurea y ella es mi perrita Bruma.
—
Tienes un nombre precioso, Áurea; muy adecuado para tu alma. Eres pura
luz. Eres de oro. Y no te preocupes, te creemos. Nosotras no vamos a pensar que
estás loca... Quieres que te ayudemos a encontrar esa presencia que te
persigue, ¿verdad?
—
Si no es mucha molestia... Gracias por ser tan amable y por no tacharme
de loca. No me he atrevido a explicarle a nadie lo que me ocurre hasta ahora.
—
No te preocupes por nada. Lo cierto es que nosotras entendemos
bastante sobre estas cosas —le aseguró Gaya con una maternal sonrisa—. Artemisa
domina muy bien las fronteras que separan la vida de la muerte. Es probable que
hayas provocado que un espíritu del otro mundo se adentre en tu vida... Dime,
¿has hecho algún conjuro...?
—
Sí, sí —recordó Áurea estremecida—. Hace unos meses, estaba muy
perdida y deseaba encontrar respuestas, así que me fui una noche de luna llena
al bosque y me atreví a... a hacer la ouija... —les confesó con vergüenza y
temor.
—
¿La hiciste sola, Áurea? —le cuestionó Artemisa sorprendida.
—
Sí, la hice sola...
—
¡Nunca más vuelvas a hacerlo! ¡La ouija es muy peligrosa! No debería
hacerla nadie que no tuviese ciertos conocimientos... —le advirtió Gaya.
—
Lo siento mucho. No, no volveré a hacer algo así... Pasé mucho miedo.
De repente el bosque se llenó de sonidos escalofriantes... y desde entonces no
he podido dormir bien...
—
No te preocupes por nada, Áurea. Nosotras te ayudaremos; pero es
necesario que lo hagamos por la noche. Los espíritus no toleran la luz del día.
Solamente saben actuar cuando ha oscurecido. Así pues, me temo que tendrás que
volver cuando sean las doce de la noche... o tal vez sea mejor que te quedes
con nosotras... aunque lo más idóneo es que regreses a tu hogar, donde habita
el espíritu que te persigue, y vuelvas hacia aquí para que él vaya tras de
ti... —titubeó Artemisa.
—
¿Tengo que volver por la noche a este bosque? ¡No, por favor!
—
No te sucederá nada malo, te lo aseguro. Toma... te daré un amuleto
para que te proteja.
Tras bendecir una piedra redonda
cuyo matiz recordaba al de la sangre, Artemisa le tendió a Áurea aquel amuleto
que ella agarró casi con desesperación.
—
No lo olvides, Áurea. Vuelve con el amuleto y no tengas miedo.
Nosotras te ayudaremos —le recordó Gaya con paciencia.
—
Esta noche, por cierto, no estaremos solas. Estarán con nosotras dos
amigas más, pero no temas. Son muy buenas y ellas también querrán ayudarte.
—
Muchas gracias. Volveré después... —se despidió Áurea.
Áurea se marchó sintiendo una
calma muy especial por dentro de ella. Ambas mujeres le habían inspirado mucha
confianza, sobre todo Artemisa. Había encontrado en sus ojos unos sentimientos
puros con los que hacía mucho tiempo que nadie la miraba. Además, su voz le
había suscitado una emoción muy tierna. Le había parecido que había hablado con
Artemisa en otro momento, en otra vida tal vez. Por su parte, Gaya le había
parecido una mujer muy sabia dispuesta a ayudarla sin pedirle nada a cambio; lo
cual la extrañaba profundamente, pues en este presente tan ambicioso es difícil
encontrar a alguien que quiera ayudar sin recibir nada...
—
Áurea es una chica muy valiente. Si viene esta noche, nos demostrará
que está dispuesta a hacer cualquier cosa para solucionar su problema... —le
dijo Gaya a Artemisa.
—
Sí, tiene un alma muy pura... —contestó Artemisa distraída—. Se nota
mucho que es muy buena clack.
—
Sí, lo es —sonrió Gaya.
La noche llegó casi con prisa,
como si las estrellas quisiesen observar todo lo que acaecería durante aquellas
oscuras y nocturnas horas. Gaya, Edurne y Penélope acudieron junto a Artemisa
cuando apenas pasaban de las doce de la noche, hora en la que era más sencillo
que se diluyesen en el aire las fronteras entre la vida y la muerte.
Era una noche en la que las
presencias pasadas se mezclaban con la voz del viento. Era una noche propensa
para invocar cualquier espíritu ancestral que quisiese ayudar a limpiar las
almas de los vivos. Edurne, amante de la nieve y de la pureza de la luz del
alba, se había vestido de blanco para la ocasión, para atraer con el fulgor de
sus vestiduras cualquier mirada fenecida. Por su parte, Penélope, hábil en
captar presencias intangibles, parecía, con sus rojizos cabellos, un ser
místico cuando se acercaba al fuego para invocar las voces antiguas. Gaya y
Artemisa se reunieron con ellas cuando la hoguera estuvo prendida y las cuatro
empezaron a apelar silenciosamente al alma de la Diosa; esa alma que vive en
los bosques, en el mar, en el cielo y en los ríos.
Era necesario celebrar aquel
ritual pasados quince días de Beltaine, justo cuando la naturaleza esperaba con
más ansia la llegada del verano. A través de aquel ritual, era posible limpiar
el espíritu para que éste se desprendiese de todas las energías oscuras que
pudiesen dominarlo.
—
Limpiad vuestra mente de cualquier pensamiento que turbe vuestra
concentración —principió Gaya con solemnidad— y entonad conmigo los versos
sagrados...
Entonces las cuatro comenzaron a
lanzar al viento esas plegarias dirigidas a la divinidad de toda la naturaleza;
mediante las cuales le pedían que purificase su alma y su vida...
—
Diosa madre de todas las cosas, alma bondadosa y creadora, nos
dirigimos a ti para pedirte luz, para suplicarte vida y armonía... —rogaron
todas.
—
Yo te pido paz para mi alma —prosiguió Artemisa.
Una a una, todas fueron
dirigiendo sus plegarias a la Diosa. Artemisa, Gaya, Edurne y Penélope se
sentían con el espíritu henchido de paz, de fe, de amor...
Desde la distancia, Áurea había
podido captar las voces de las cuatro mujeres mezclándose con el silencio de la
noche. Había visto, escondido entre los árboles, el reflejo de esa hoguera que
transportaba sus palabras hacia el cielo. Su corazón se había anegado en
desconfianza, miedo e inseguridad; pero el terror a que su vida prosiguiese
como hasta entonces le impidió detenerse y, en menos de un minuto, corrió hacia
donde se encontraban las cuatro hechiceras.
Para no interrumpir su ritual,
se escondió tras unas ramas secas. No obstante, lo que no le permitía
presentarse ante ellas no era el respeto hacia su ceremonia, sino el miedo más
inofensivo e irracional. Era la primera vez que presenciaba un ritual como
aquél y hasta entonces nunca se había imaginado que fuese posible comunicarse
con un espíritu divino a través de unos ruegos tan inocentes y hermosos. A la
vez que el temor llenaba toda su alma, una curiosidad muy intensa se apoderaba
de todo su ser. ¿Cómo sería ser tan sabia como esas mujeres? Podía detectar en
cada una de esas miradas una infinidad de conocimientos, de amor, de fe y de
paz.
Los minutos transcurrían sin que
Áurea se atreviese a interrumpir aquel ritual tan místico e inquietante. Sin
embargo, algo la avisaba de que no podía permanecer paralizada durante toda la
noche. Además, estaba ansiosa por deshacerse de aquella presencia que no la
dejaba vivir serenamente. Así pues, armándose de valor, salió de su escondite y
se presentó, temiendo ser rechazada, ante las cuatro mujeres; quienes la
miraron a la par intrigadas y satisfechas.
—
Áurea, has vuelto —le sonrió Artemisa con los ojos henchidos de
alivio—. Eres muy valiente por venir a estas horas...
—
Siento interrumpir vuestro ritual...
—
Estábamos acabando, realmente —la tranquilizó Artemisa—. Creo que la
Diosa ya ha recibido nuestro mensaje. No te preocupes y no tengas miedo. Todas
vamos a ayudarte. Sabemos cómo apartar de ti esa presencia maligna que te
persigue. Sí, Gaya ha percibido que se trata de un espíritu maligno.
—
Por favor, ayudadme. Estoy muy asustada —protestó Áurea con una
sinceridad inevitable.
—
Áurea, no puedo negarte que lo que vivirás esta noche será
aterrador... Debes ser fuerte. Prométeme que lo serás...
—
Lo seré... —le aseguró sin estar muy segura de sus palabras—.
Precisamente esta noche no he sentido su presencia, pero...
—
Es por el amuleto; pero, aunque el amuleto te proteja, no puedes vivir
así eternamente, pues su efecto acabará pasándose al cabo de un tiempo. Además,
los espíritus del Más allá terminan por acostumbrarse a cualquier amuleto o
forma con los que deseemos apartarlos de nosotros.
—
Confía en nosotras, Áurea —le pidió Gaya—, y es muy importante que no
interrumpas nuestro ritual, ¿de acuerdo? Vamos a invocar al espíritu que te
persigue para poder atraparlo. Es esencial que te mantengas al margen, que no
te acerques al fuego y que no lances ni el suspiro más sutil. ¿Lo has
comprendido?
—
Sí, lo he comprendido —musitó Áurea intimidada.
Entonces las cuatro mujeres se reunieron
de nuevo alrededor del fuego. Gracias al ritual que acababan de celebrar, todas
se sentían fuertes y con el alma henchida de valentía. Cuando el fuego brilló
con más intensidad, entonces empezaron a invocar al espíritu que perseguía a
Áurea con una voz que desprendía tanto sublimidad como amenaza:
—
Alma impura y maliciosa que llegaste del Más allá, ven hacia nosotras.
Nuestros deseos son únicamente guiarte hacia tu hogar. Ven hacia nosotras y
recibe el calor del fuego. Ven hacia nosotras y siente el hechizo de la muerte
volviendo a vibrar en tu destino.
Áurea observaba aquella escena
como si ésta no formase parte de su vida, sino de una de las películas de
terror más horribles que había visto. Las voces de las mujeres parecían emanar
del fuego y le parecía como si el bosque entero se hubiese convertido en el
escenario de la escena más escalofriante y horrorosa de la Historia.
Estaba paralizada de miedo, pero
al mismo tiempo todo lo que veía la atraía, despertaba en su interior un
torrente de emociones que apenas podía experimentar. Las sensaciones que
invadían su cuerpo de repente se intensificaron cuando, súbitamente, del aire
surgió una imagen que la paralizó mucho más. Fue como si las llamas del fuego
alumbrasen la presencia que durante tanto tiempo la había perseguido. Sintió
ganas de gritar, pero se contuvo al recordar las advertencias de Gaya.
—
Alma impura y maliciosa —prosiguió Artemisa con más fuerza, con una
voz tan potente e imponente que pareció estremecer el bosque entero—, ahora que
te presentas ante nosotras, no permitas que el aire te separe del fuego. ¡Dinos
quién eres y qué quieres!
—
¡Anheláis expulsarme de este mundo! —chilló de pronto una voz grave,
profunda y escalofriante; una voz que parecía emanar del fuego—. ¡Fue ella quien
turbó mi muerte y me trajo a este mundo! —exclamó dirigiéndose hacia Áurea—.
¡Soy Salvatore y fenecí hace cien años! ¡En mi sueño viví tranquilo hasta que
ella me arrancó de las tinieblas! ¡Es a ella a quien quiero! ¡Deseo llevármela
a las profundidades de nuestro Averno y nadie me lo impedirá! —aseguró con una
voz maligna, sobrecogedora y tan escalofriante que Áurea no pudo evitar que los
ojos se le llenasen de lágrimas—. ¡Bella dama, fantasmal alma! ¡Ven conmigo al
otro mundo, donde os aseguro un destino oscuro y repleto de sombras!
—
¡Deja en paz a las almas nobles a las que todavía no les ha llegado su
hora, maligna presencia! —lo amonestó Artemisa con furia y desafío—. ¡Te
haremos volver a las tinieblas de tu hogar!
—
¡No permitiré que unas brujas insignificantes me detengan! ¡Pretendéis
luchar contra un alma que lleva perecida cien años! ¡Por los fuegos del Hades,
me llevaré a esta brillante alma al infierno para que arda junto a mí en las
hogueras de la muerte! ¡Ven, bella dama! ¡Querida mía! ¡Cada noche será un
amanecer incendiado que quemará tus sueños!
—
¡No, por favor! —gritó Áurea sin poder evitarlo, olvidando las
advertencias de Gaya. No obstante, nadie fue capaz de recriminarle nada. La voz
de aquella presencia era el sonido más escalofriante que jamás habían oído y
cada palabra que emanaba de sus intangibles labios sonaba con ecos por todo el
bosque—. ¡Ayudadme, por favor!
—
¡No permitiremos que ataques a un alma pura y bondadosa que aún no
puede habitar en la muerte! ¡Por el poder del fuego y del espíritu de la tierra,
por la magnificencia y la fuerza del fuego, te rogamos, vigorosa Diosa, que nos
permitas luchar contra la mirada de la muerte!
Áurea vivía aquel momento como
si éste formase parte de un sueño. Casi sin creer lo que estaba viendo, observó
cómo las manos de las cuatro mujeres irradiaban rayos de luz que hicieron de la
noche un sinuoso amanecer. De repente, en un tiempo que Áurea no fue capaz de
contar, Artemisa encendió una antorcha y, mientras pronunciaba unas palabras en
un idioma que Áurea no comprendía, consiguió atrapar aquel espíritu maligno
entre sus ardientes y fulgurantes llamas.
Antes de que el fuego de la
antorcha lo devorase, el espíritu lanzó un alarido tan grave y tan profundo que
incluso fue posible percibir cómo algunos árboles temblaban, como si aquel
grito hubiese sido el eco de un huracán. Cuando aquella presencia tan
amenazante y maligna desapareció, Áurea notó que estaba hiperventilando y
llorando desconsoladamente. Al verla tan deshecha, Artemisa y las demás se acercaron
a ella para tranquilizarla.
—
Serénate, Áurea. Ya hemos cumplido la mitad de nuestra misión —intentó
calmarla Artemisa—; pero ahora tenemos que dirigirnos hacia un lugar abandonado
para convertirlo en las puertas del Más allá...
—
¿Cómo? —preguntó Áurea casi sin poder hablar.
—
Tenemos que lograr devolver a su mundo al espíritu que ahora tengo
encerrado entre las llamas. Tengo que procurar que la antorcha no se apague
para que el espíritu no se marche...
—
Vayamos cuanto antes, por favor —rogó Áurea intentando sosegarse.
—
Conozco una torre abandonada que se convierte en el portal hacia el
Más allá en las noches de luna llena y en Samhain —le explicó a Áurea con
paciencia—. Vosotras, Edurne y Penélope, lo mejor será que no vengáis con
nosotras. Gaya, acompáñame, por favor. Tu sabiduría puede guiarnos...
Así pues, Áurea, Artemisa y Gaya
se encaminaron hacia aquel misterioso lugar. Artemisa andaba con decisión,
aunque lo cierto era que estaba levemente asustada. Portaba en su mano la
antorcha donde había encerrado al espíritu y notaba que éste le enviaba una
energía muy negativa a través de las llamas. Artemisa intentaba ignorar la
fuerza de aquella presencia tan maligna, pero su alma a veces era más frágil de
lo que ella anhelaba...
—
Tenemos que conjurar la puerta de la torre para que devenga en el
portal del Averno. Tienes que ser muy valiente, Áurea. Estás siéndolo, de veras
—le aseguró al ver que Áurea cerraba los ojos con fuerza. Estaba tan asustada
que apenas podía percibir por dónde caminaban—. Tenemos que ser valientes todas
—susurró casi sin voz.
—
Es muy importante que no contestéis a nadie a partir de ahora, que
ignoréis las risas y las voces que oiréis y que no intentéis huir, percibáis lo
que percibáis. Además, Artemisa, no olvides que, cuando consigamos devolver al espíritu
a su tenebroso hogar, debemos cerrar con un hechizo este portal para que no
quede abierto a la vida. Creo que nunca te has enfrentado a una prueba tan dura
—le sonrió la sacerdotisa con ánimo—. Estoy segura de que lo harás
perfectamente. Si logras superarla, entonces ascenderás en el aquelarre; pero
ahora no debes preocuparte por eso. Procede cuanto antes con el ritual,
Artemisa.
Artemisa se acercó a la puerta
notando cómo las piernas le temblaban. No obstante, ignorando sus sentimientos,
comenzó a pronunciar aquellas palabras que serían la llave que abriría aquella
ancestral e intangible puerta que separa la muerte de la vida:
—
Amemos la vida, amemos la muerte; pero respetemos el portal que separa
los mundos. Miremos hacia el pasado, miremos hacia el presente; pero intentemos
no controlar el tiempo que no puede convertirse en futuro. Almas y vidas ya
transcurridas, destinos agotados, escuchad este llamado, acudid al portal de la
muerte para abrir sus puertas, para permitirle a uno de los vuestros que
regrese a las tinieblas de vuestro hogar infernal. Avanzad hacia la luz de la
vida para después retroceder hacia las sombras de la muerte.
—
Puerta del Más allá, acoge de nuevo la oscuridad de la noche para
guiar a las profundidades del Averno a un ser que de él jamás debió escapar...
Mientras las poderosas palabras
de Artemisa se mezclaban con el aire, la puerta de aquella abandonada torre iba
abriéndose lentamente. De su interior manó una luz cegadora que portaba ecos
interrumpidos, voces profundas y graves, risas tan malignas como la sed de
venganza y súplicas perdidas entre lamentos chirriantes. Con todas aquellas
voces, se fundía el sonido de cadenas quebrándose, de hierros deshaciéndose, de
hogueras que quemaban la muerte y la vida.
—
¡Muerte, irradia tu luz para conducir a la oscuridad a este ser que
mora en este fuego! ¡Alza tu voz, muerte, para llamar a esta vida apagada!
¡Llévatela al fondo de las tinieblas!
Aunque Artemisa estuviese tan
aterrada como Áurea, su voz sonaba firme, potente, fuerte y anegada en
decisión. A Áurea le parecía que sus palabras podían destruir cualquier montaña
y que era posible oírlas desde la tierra más lejana.
Cuando Artemisa convirtió su voz
en silencio, todas esas voces que fluían a través de la luz de la muerte
gritaron con más fuerza y ahínco. Se oyeron vituperios, se oyeron risas
escalofriantes, se oyeron súplicas y chillidos de odio e ira. El bosque entero
se anegó en sonidos que jamás podrían asemejarse al murmullo de cualquier vida.
Aquellas voces no podían ser comparadas con cualquier ruido ni con cualquier
suspiro que hubiese sido posible oír antes, pues provenían de la muerte; de un
mundo mucho más antiguo que cualquier Universo.
—
¡Vuelve al infierno, alma herida y torturada, alma maligna y
despreciable! —gritó Artemisa lanzando la antorcha a la luz de la muerte; la
que de repente la devoró a la vez que de sus llamas brotó un chillido que quiso
hacer temblar la tierra—. ¡Retorna a tus sombras, espíritu indigente! ¡Y,
ahora, muerte, cierra tus puertas para que el aliento de tu finitud no
contamine el fulgor de la vida! —exclamó cerrando la puerta con un esfuerzo que
le llenó los ojos de lágrimas—. ¡Desaparece, portal del Más allá! ¡Desaparece
en el silencio y en la invisibilidad de la muerte!
Áurea lloraba en silencio,
temblaba de pies a cabeza y no era capaz de controlar el ritmo de su
respiración. Cuando la puerta se hubo cerrado y todo hubo desaparecido,
incluida esa luz tan cegadora, Artemisa se dirigió hacia ella para abrazarla y
para serenarla mientras, con una voz muy suave y tranquilizadora, le
comunicaba:
—
Ya ha acabado todo, Áurea. Ya pasó.
—
No puedo creer todo lo que he visto —protestó ella alejándose con
timidez de los brazos de Artemisa.
—
Ese espíritu maligno no volverá a molestarte; pero tienes que
prometernos una cosa: que no volverás a hacer ninguna ouija más ni intentarás comunicarte
con el otro mundo.
—
Sí, lo prometo. Jamás pude imaginarme que hubiese algo más allá de la
vida... —susurró Áurea estremecida.
—
Lo has hecho muy bien, Artemisa —la halagó la sacerdotisa con orgullo.
—
Sí, tú también has sido muy valiente —aportó Áurea ya un poco más
tranquila.
—
Ahora solamente debes serenarte definitivamente y vivir en calma.
—
Creo que volveré pronto para pedirte algunas hierbas para dormir. Me
parece que no podré dormir sosegadamente durante años —se rió Áurea con
inocencia—. También me gustaría...
—
¿Sí? —se interesó Artemisa sonriéndole luminosamente.
—
Quisiera conocer vuestras creencias...
—
Estaremos encantadas de explicarte todo lo que desees, bajo la
condición de que no le reveles a nadie lo que te contemos —se ofreció Gaya con
complicidad.
—
De acuerdo.
Todo había acabado; pero, sin
embargo, para Áurea había empezado un nuevo tiempo, un nuevo camino que tendría
que recorrer con esfuerzo y paciencia. Por el momento, intentaría recuperar la
calma de su vida...
Quiero dar las gracias
encarecidamente a Wensus por ayudarme a volver fotografías todas mis ideas. Las
fotos de esta historia son las más especiales que hemos hecho hasta ahora.
Gracias por todo y por los buenos momentos que vivimos cuando ambos imaginamos
juntos. Espero que tus personajes Edurne y Penélope salgan en muchas historias
más. ¡Aún nos quedan muchas experiencias e ideas que contar!
Un abrazo muy cariñoso.