viernes, 11 de noviembre de 2016

SALVANDO A GAYA - SEGUNDA PARTE: LA LUZ DE LA VIDA

SALVANDO A GAYA:
 
 
SEGUNDA PARTE: LA LUZ DE LA VIDA 

Artemisa había confiado plenamente en que la vida era un camino luminoso que, aunque de vez en cuando estuviese anegado en dificultades, siempre le permitiría transitar en calma por su destino. En esa tarde otoñal en la que parecía que en cualquier momento el cielo podía estallar en una lluvia furiosa, su mundo había comenzado a temblar. Por primera vez en su existencia, su magia y su fe no habían sido tan fuertes como ella había creído que eran.

Sabía que no era posible luchar contra el destino de una persona si éste ya se había decidido en el principio de su existencia; pero le había costado mucho perder la esperanza en que Gaya se recuperaría gracias a la tisana que le habían preparado y a los rituales que para sanarla habían celebrado. Que tanto esfuerzo hubiese sido en balde le destrozaba el corazón y le hacía sentir una tristeza tan intensa que incluso la asfixiaba.
Gaya estaba partiendo hacia el mundo de la muerte, estaba marchándose de la vida. Artemisa no podía aceptar aquellas certezas tan horribles. Se sentía totalmente incapaz de vivir sin ella, sin sus consejos, sin su paciencia, sin escuchar su dulce y afable voz, sin saberse protegida por su bondad. Gaya había sido para ella como la madre que nunca había tenido, como esa familia que no había sabido comprenderla. No pudo evitar que se apoderasen de ella unas intensísimas ganas de llorar que destruyeron la sutil serenidad que le anegaba el alma.

Casandra: No sé cómo podremos consolarnos cuando Gaya muera. No puedo creerme que no hayamos conseguido salvarla. Me siento tan mal por haber fracasado, Neftis...
Neftis: Yo también. Por la Diosa, qué lástima, qué impotencia siento. Lo peor es que conozco a Artemisa y sé que se culpará eternamente de la muerte de Gaya. La quiere tanto que me parece que este golpe la hundirá y le costará mucho renacer.
Casandra: Todas tenemos que apoyarnos las unas a las otras. Debemos estar más unidas que nunca.
Neftis (llorando desconsoladamente): La muerte de un ser querido nos desestabiliza. Puede que sea muy complicado vivir en calma a partir de ahora.
La tristeza que todos sentían se había esparcido por el bosque y parecía como si hubiese alimentado las espesas nubes que cubrían el dorado cielo del atardecer. Ni siquiera Edurne, quien siempre había encontrado la parte positiva a todo hecho, podía saber cómo viviría si Gaya se marchaba. Penélope también se culpaba, como Artemisa, por la partida de Gaya.

Mas siempre queda un rayo de luz incluso cuando las sombras más impenetrables anegan cualquier lugar, cuando las estrellas se esconden tras una densa capa de nubes violentas. La esperanza puede temblar en los rescoldos de una hoguera que antes ha sido vigorosa y que el viento y la lluvia han convertido en nada.
Hacía mucho tiempo que Agnes no se relacionaba con los miembros de El fuego de Hécate. Tras lo que había ocurrido con Artemisa, se había mantenido alejada de cualquier persona. Ni siquiera ella podía perdonarse que le hubiese ocasionado tanto daño a un ser tan puro. El tiempo y la soledad le habían hecho descubrir que sólo había actuado guiada por la envidia y el miedo más feroces; el miedo a perder a esas pocas personas que la querían y que la comprendían. Incluso Némesis, con su quieta presencia y sus hipnóticos ojos, la había ayudado a entender que no podía continuar viviendo de ese modo, dejándose guiar por aquellas emociones tan negativas. Era cierto que Agnes le guardaba rencor al mundo entero, pero no era justo para nadie ni para ella que permitiese que el alma se le llenase de tanta oscuridad.
A través de sus poderes mágicos, había descubierto que la suma sacerdotisa de El fuego de Hécate había enfermado de una dolencia que nadie sabía nombrar y que se hallaba cerca de la muerte. Desde entonces, a través de rituales llenos de energía y poder, había vigilado y cuidado la vida de Gaya y también había intentado sanarla.

Agnes quería y respetaba muchísimo a Gaya, aunque llevase más de un año sin hablar con ella, sin verla, sin ni siquiera buscarla en los rituales. Durante todo ese tiempo, había vivido solamente relacionándose con su serpiente, celebrando a solas los rituales sagrados, comunicándose íntimamente con la Diosa y con las fuerzas de la naturaleza.
Saber que Gaya estaba muriéndose la había hecho despertar de su soledad, había quebrado los miedos y la inseguridad que le impedían regresar junto a El fuego de Hécate y la había instado a intervenir en el destino de aquella mujer que siempre la había tratado como si fuese su madre. Agnes nunca había confiado plenamente en el amor que todos le habían demostrado y en aquel entonces era plenamente consciente de que se había equivocado muchísimo actuando de ese modo, siendo tan desconfiada con ellos, con quienes en realidad pensaban y creían como ella.

Neftis (con recelo y sorpresa): No puedo creerme lo que estoy viendo.
Artemisa (levemente estremecida, aunque también asombrada): Es Agnes.
Gilbert: Hace más de un año que no la vemos. No sé para qué viene.
Casandra: Yo ni la recibiría. Échala de aquí, Gilbert.
Agnes (con mucha timidez y nervios): Hola a todos. Espero no llegar demasiado tarde...

Casandra (con recelo y rencor): ¿Qué quieres, Agnes? Si has venido a burlarte de nuestro dolor o a aprovecharte de la muerte de Gaya para realizar tus intereses egoístas y ambiciosos, ya puedes irte por donde has venido.
Agnes (con culpabilidad y tristeza): Te equivocas, Casandra. No he venido a hacer nada de eso.
Casandra: Aquí no te necesitamos para nada, así que lo mejor será que te marches.
Agnes: Déjame explicaros...
Casandra: No te mereces que te escuchemos. ¡Intentaste matar a mi hermana!
Agnes (con voz trémula): De veras, estoy muy arrepentida de lo que hice. Creedme.
Casandra: ¡Lo único que quieres es engañarnos! ¿Y encima te atreves a venir con ese bicho?
Artemisa (con voz apaciguadora): Hermana, entiendo que receles de ella y que no puedas olvidar lo que me hizo, pero creo que tendríamos que escuchar lo que ha venido a decirnos.

Casandra: Tú sabrás lo que haces, Artemisa; pero luego no vengas llorando ni pidiéndonos ayuda. ¡Luego no me digas que no te lo advertí!
Casandra se alejó disgustada. Artemisa sabía que no estaba ofendida solamente por ignorar sus advertencias, sino también por lo que estaba ocurriéndole a Gaya.
Artemisa (sonriendo cariñosamente): No tengas en cuenta las palabras de mi hermana. Todas estamos muy afectadas por la muerte de Gaya.
Agnes (tímidamente): No te preocupes, Artemisa. Tu hermana y todos, en realidad, tenéis todo el derecho del mundo a tratarme mal, a despreciarme y a echarme de vuestro lado. Me marcharé en cuanto ayude a Gaya. Después no os molestaré nunca más. No os reprocho que me odiéis, pues es totalmente lógico que lo hagáis. No me porté bien contigo y...
Artemisa: Ahora eso es lo que menos importa. Ya hablaremos de lo que ocurrió en otro momento.

Artemisa se sentía intimidada por la presencia de Agnes, pero también podía detectar que de la mirada y de la voz de aquella mujer tan hermosa y a la vez imponente se desprendía un inmenso arrepentimiento y una terrible tristeza que la empequeñecieron.
Agnes: He venido a ayudar a Gaya. Creo que aún no habéis hecho todo lo posible para sanarla.
Artemisa: Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos, Agnes, de veras.
Agnes: No, Artemisa. No me preguntes cómo lo he descubierto, pues he utilizado muchísimos métodos de adivinación para conocer el estado de Gaya, pero sé que no habéis agotado todos los medios que la Diosa nos ofrece para curar a un ser querido.

Artemisa (notablemente disgustada): ¿Y por qué no nos ha permitido curarla? ¡Nos hemos esforzado lo indecible para devolverle la salud!
La tristeza y la desesperación que le llenaban el alma a Artemisa se acrecieron imparablemente por dentro de ella y estuvieron a punto de turbar irrevocablemente la calma que le permitía conversar con Agnes.
Agnes: Todo lo que sucede tiene su significado, Artemisa. Cuando todo esto pase, entonces comprenderemos el porqué de todo lo que hemos vivido. Por favor, permíteme ayudar a Gaya.

Artemisa no se opuso a que Agnes interviniese en el destino de la suprema sacerdotisa. Era la última esperanza que les quedaba a todos. Además, si Agnes mentía y en realidad lo que quería era hacerle daño a Gaya, tampoco podría evitar su muerte si le impedía actuar a aquella hechicera tal como desease.
Agnes (dirigiéndose con mucho amor a su amiga): Gracias por entregarme las fuerzas que necesito para enfrentarme a este momento. Gracias por acompañarme siempre, mi querida Némesis. Ahora deberás aguardarme aquí. No te muevas, ¿de acuerdo? No quiero que nadie te haga daño.

Agnes (hablándole con tensión a Artemisa): Sé que habéis elaborado una infusión de Pitusas inolvidables. Dime, ¿qué parte de la planta habéis utilizado?
Artemisa: Las flores.
Agnes (escandalizada): ¿Sólo las flores? ¿Y las habéis echado todas al caldero?
Artemisa (casi inaudiblemente): Así es.
Agnes: ¡No es posible!

Gilbert (con voz grave y tensa): ¿Qué ocurre, Agnes?
Agnes (incapaz de creerse lo que había oído): ¡No me digáis, por favor, que solamente habéis usado las flores!
Artemisa (repitiendo sobrecogida): Sí, Agnes.

Agnes: ¡Por la Diosa! ¡Las flores de las Pitusas inolvidables son venenosas si se emplea una gran cantidad! ¡Lo que deberíais haber aprovechado son los tallos y las raíces! Además las raíces son el único antídoto contra el veneno de las flores. Dime, por favor, Artemisa, que trajiste las raíces y que no las tiraste cuando cortaste la planta.
Casandra (con la voz llena de reproches): Artemisa, me aseguraste que conocías perfectamente cómo debíamos emplear esa planta
Artemisa (temblorosa): Leí en el libro dorado que...
Neftis: ¿Cómo es posible que hayas cometido un error así?
Penélope: ¡Gaya podría estar curada y viviría entonces si lo hubiésemos hecho bien!
Agnes (conciliadoramente, aunque con nervios): No es el mejor momento para discutir ahora. Tampoco tiene sentido que os culpéis de no haberlo hecho bien. Las Pitusas inolvidables son una planta prácticamente desconocida y muy venenosa que casi nadie sabe emplear bien, así que no os recriminéis haber errado. Artemisa, dime, por favor, que tenemos las raíces y los tallos.
Artemisa: Sí, los tenemos.
Agnes: Gracias a la Diosa. ¡Dámelos, rápido!

Agnes: Además de los tallos y las raíces, para elaborar la infusión que Gaya debe tomar, hay que recitar unos versos sagrados que fortalecerán la magia de las hierbas.
Entonces Agnes comenzó a susurrar unas palabras misteriosas e imponentes. Artemisa supo que Agnes se expresaba en griego antiguo.

Como si aquellas palabras fuesen un aire nítido que alimentaba las llamas del fuego, del interior del caldero surgió un humo blanco y mágico que a todas les llenó el alma de paz y esperanza. Las sobrecogió que Agnes tuviese tanto poder, que fuese capaz de invocar una magia tan ancestral como el viento con la que manejó el vigor del fuego y las energías que procedían de aquellas plantas que a Gaya podían salvarle la vida. Ser testigos de cómo Agnes había realizado aquel hechizo las ayudó a confiar de nuevo en la vida.
Artemisa: Es impresionante.
Casandra: No te dejes engañar. Es muy poderosa, pero ya sabes que puede utilizar toda esa magia en contra tuya.
Artemisa: Yo no seguiría desconfiando de ella.
Casandra: ya veremos si de veras quiere ayudar a nuestra sacerdotisa.
Agnes oía perfectamente las injustas, pero comprensibles palabras que Casandra pronunciaba en su contra, mas intentó que la tristeza que le causaba detectar tanta desconfianza y rencor hacia ella no influyese en su poder. Se concentró en enfocar toda su energía en aquel hechizo; lo cual empezó a agotarla mucho; pero también supo ignorar las reacciones de su cuerpo.

Agnes (con una voz solemne y susurrante): Ya tenemos el brebaje que salvará a Gaya.
Artemisa: Gracias, Agnes.
Agnes: Dame las gracias si consigo curarla. Sólo ruego que no sea demasiado tarde. Artemisa, tú, que eres la que más confía en mí, por favor, llévame hasta Gaya.
Casandra: No creo que sea conveniente que la dejemos entrar. Ya le daré el brebaje yo.
Penélope: Agnes, ¿nos aseguras que tus intenciones son totalmente buenas?
Agnes: No tengo ningún motivo para hacerle daño a Gaya. Yo también la quiero con locura.
Casandra: En realidad sí lo tienes. Tú siempre has querido convertirte en la suma sacerdotisa del aquelarre y creo que aprovecharás esta ocasión para lograr tus propósitos.
Agnes: ahora mismo ser suprema sacerdotisa del aquelarre no me importa en absoluto; al contrario, sé que es otro mi destino. Lo que más me interesa es la vida de Gaya, así que lo mejor será que no me entretengas más. Artemisa...
Artemisa (con dulzura): Ven conmigo, Agnes.
Casandra: ¿De verdad confías en ella, Artemisa?
Artemisa: Hermana, si no puedes confiar en Agnes, está bien, no lo hagas, nadie te obliga a hacerlo. Sólo te pido que confíes en mí.
Las palabras de Artemisa serenaron levemente a Casandra, quien no siguió oponiéndose a que Agnes se adentrase en el hogar de Gaya ni a que Artemisa la condujese hasta la vera de la sacerdotisa.

Agnes era muy sensible. Podía percibir todas las energías que se acumulaban en un lugar, incluso aunque éstas fuesen muy tenues. No le costaba detectar si la vida que se encerraba en un cuerpo estaba impulsada por la fuerza o por el desaliento. Además, involuntariamente, al asomarse a la mirada de los demás, captaba nítidamente los pensamientos y los sentimientos que los dominaban. Por eso, no le extrañó que, al introducirse en la casa de Gaya, el alma se le anegase en desconsuelo, tensión y desánimo. Notó que aquella pesada y opresiva atmósfera la asfixiaba y que su vigorosa magia temblaba en el interior de su ser.
Sin embargo, se esforzó por desprenderse de todas las energías negativas que la golpeaban en el alma y en el corazón; las cuales no procedían solamente de percibir la muerte tan cerca, sino también de la desconfianza con la que Penélope, Gilbert, Neftis y Casandra la habían tratado. Entendía que le guardasen rencor por el daño que le había causado a Artemisa, pero también se entristecía cuando se planteaba la posibilidad de que nunca la perdonasen y que jamás volviesen a acogerla en el aquelarre. No obstante, debía reconocer que lo que más le importaba eran los sentimientos y las emociones que Artemisa sentía por ella. Que Artemisa la hubiese escuchado y se hubiese dirigido a ella con dulzura y amabilidad en todo momento la serenaba profundamente y la instaba a deshacerse de esa inseguridad y esa timidez que tanto le habían impedido acercarse a aquella mujer tan sabia y comprensiva para disculparse por lo que había ocurrido.

Ver a Gaya tan desvanecida y sentirla tan lejos de la vida la paralizó; pero sabía que aún no era demasiado tarde. Se aproximó a su cama, de la que emanaba la incipiente llegada de la muerte, y le habló con mucha calma y paz.
Agnes: Hola, Gaya. Quizá te extrañe oír lejanamente mi voz. He venido a ayudarte, al contrario de lo que todos creen. Intenta tragar este brebaje. Sé que te costará, pero tienes que hacerlo.
Mientras Gaya tragaba dificultosamente aquel líquido oscuro y espeso, Agnes exclamó:
Agnes: Diosa Hécate, sé que me has permitido vivir este momento para que les demuestre a todos que me has guiado en las sombras. Por eso, te suplico que salves a Gaya. No permitas que se pierda en el mundo de la muerte tan pronto. Gran madre, devuélvele la salud que tanto necesita para seguir siendo nuestra amada sacerdotisa.
Agnes siguió rezando durante unos momentos que todos creyeron una eternidad.

Sabía que la tisana que Gaya había ingerido con tanta dificultad no surgiría efecto hasta que transcurriesen al menos cinco minutos. Agnes se fijó en todas las reacciones del cuerpo de Gaya. Se centró en captar nítidamente el ritmo y la profundidad de su respiración para detectar cualquier cambio que se operase en su ser, le tomó la temperatura varias veces durante aquel tiempo y no dejó de hablarle a la Diosa.
Al fin, Gaya abrió los ojos. Aunque supiese que aquello podía ocurrir, Agnes se quedó paralizada. Miró fijamente a Gaya con atención y esperanza, aún sin dejar de suplicarle silenciosamente a la Diosa que le devolviese la energía que aquella extraña enfermedad le había arrebatado.
Gaya había recuperado el matiz rosado que siempre le había teñido las mejillas; el que desvelaba que su salud era inmejorable. Respiraba con menos dificultad y con más calma y se habían disipado las brumas que le habían inundado la mirada.

Gaya (desorientada): ¿Qué ha ocurrido?
Agnes: ¿Puedes oírme y comprenderme, Gaya?
Gaya: ¿Agnes? ¿Qué haces tú aquí?
Agnes: Ahora eso no tiene importancia. Dime, por favor, ¿cómo te sientes?
Gaya: Estoy algo desorientada, pero ya no me siento tan débil como antes. Incluso me apetece levantarme de la cama y salir de aquí. Llevo tanto tiempo encerrada...
Agnes (emocionada): ¿De veras te sientes con ánimo para levantarte?
Gaya: Sí, sí. Sé que Artemisa, Casandra, Edurne, Gilbert, Neftis y Penélope están allí afuera esperándome. Pobrecitos. Es injusto que se lo haya hecho pasar tan mal.
Agnes: No tienes la culpa de haberte enfermado. Ya nos explicarás qué te ha ocurrido.
Gaya: Pero dime qué haces aquí. ¿Acaso han ido a buscarte para que me ayudes?
Agnes: No, no. He venido yo porque...
Gaya: ¿Cómo sabías que estaba enferma?
Agnes: Ya te lo explicaré en otro momento, Gaya. Ahora lo más importante es que les digas a todos que estás bien, ¡que te has recuperado!
Agnes notó que se apoderaban de ella unas intensas ganas de llorar de felicidad y emoción. Hacía muchísimo tiempo que no experimentaba esas sensaciones e incluso le pareció que se había olvidado de que existían.

Gaya: Quiero levantarme, pero me parece que necesito apoyarme en algo, pues todavía me encuentro bastante débil. Por favor, acércame ese bastón de madera. Ya lo usaba antes de caer tan enferma.
Cuando Agnes le proporcionó a Gaya el sustento físico que necesitaba, entonces, intentando expresarse con calma y firmeza, le declaró:
Agnes: No te imaginas cuánto me alegro de que te hayas recuperado, Gaya. Me demuestras con tu fortaleza que nunca debemos perder la esperanza, de que nunca tenemos que rendirnos, aunque las experiencias más dolorosas nos golpeen.
Gaya: No debes olvidar, Agnes, que estoy viva gracias a ti.
Agnes (con timidez y culpabilidad): No, en absoluto. Artemisa y los demás también te han ayudado muchísimo. Artemisa y Casandra fueron a buscar la planta medicinal que necesitabas a un lugar muy lejano y peligroso. Edurne, Gilbert, Neftis y Penélope se han desgastado mucho celebrando rituales de sanación para intentar curarte. Todos se han desvivido por ti.
Gaya: Pero, si tú no hubieses venido, tal vez yo no estaría viva. Muchísimas gracias, Agnes.
Agnes: Gracias a ti por apreciar mi gesto.
Gaya: Yo sé que eres una mujer bondadosa y que tienes un alma muy pura, Agnes; aunque sientas tanta atracción por las sombras y por las criaturas que las habitan. Eres muy mágica, Agnes, y, créeme, nunca lo he dudado. También te quiero mucho y me gustaría que todo volviese a ser como antes.
Agnes: A mí también, pero me temo que no será tan sencillo que olviden lo que ocurrió.
Gaya: Estoy segura de que, si les explicas todo lo que sentías, te comprenderán y olvidarán tus errores.
Agnes: Gracias, Gaya.
Gaya: Eres una buena persona y te mereces que te cuiden y te quieran. No pases más tiempo sola, alejada de nosotros, Agnes.
Agnes (arrancando a llorar silenciosamente): Lo que me dices me conmueve muchísimo, Gaya. Muchísimas gracias por quererme. No me lo merezco, realmente.
Gaya: Anda, tonta, no digas eso, y no llores. Quiero que esta tarde devenga en una de las más hermosas de nuestra vida.




Hiduna, la lechuza que nunca había abandonado a Gaya desde que ella la criase tras encontrársela herida en el bosque, observaba a la suprema sacerdotisa con felicidad y también tensión. Gaya se acercó a ella y, con una voz muy dulce, le agradeció:
Gaya: Siempre has estado a mi lado dedicándome una lealtad inquebrantable. Gracias, Hiduna. Gracias por enviarme tu magia a través de tu presencia.

Gaya: Vayamos afuera, Agnes. Deseo tanto hablar con todos ellos...
Agnes: Apóyate en mí, Gaya, por favor.
Gaya: Antes de salir, permíteme que te pida algo.
Agnes (nerviosa): Sí, por supuesto.
Gaya: No vuelvas a permitir que el rencor, la inseguridad y la vergüenza te alejen de nosotros. Agnes, siempre te he querido mucho y lo que has hecho hoy por mí me demuestra que correspondes nítidamente al amor que siento por ti. No quiero que sufras más, Agnes. La vida es un regalo muy hermoso que está lleno de bendiciones. No es justo que vivas sumida en una soledad que te destruye tanto, Agnes. Deja atrás tus miedos e intérnate en una nueva época que puede hacerte muy feliz.
Agnes: Lo intentaré, Gaya, te lo prometo.
Cuando Gaya salió al exterior apoyándose en el brazo de Agnes y en el bastón que sostenía su equilibrio, Gilbert, Casandra, Neftis, Artemisa, Penélope y Edurne se quedaron paralizados mirándola con intriga y muchísimo asombro. Ninguno de ellos dudó de que Gaya estaba totalmente recuperada, al fin, pues de la mirada le emanaba una energía muy tierna que a todos les acarició el alma hasta sanarles las heridas que la triste situación que habían vivido les había horadado.

Artemisa (llorando de felicidad): ¡Por la Diosa! ¡Gaya! ¡No puedo creerlo!
Artemisa se abrazó a Gaya llorando desesperadamente. Todos la abrazaron con mucho amor y felicidad, pero Gaya sobre todo sintió el cariño con el que Artemisa la rodeaba. La conmovió profundamente verla llorar con tanto desconsuelo.
Casandra (susurrando para sí): Gracias, Hécate, gracias por permitirle volver.


Artemisa: Creo que no es sólo a Hécate a quien tenemos que agradecerle que Gaya se haya curado, sino sobre todo a Agnes. Si Agnes no hubiese ayudado a Gaya, ella ahora no estaría aquí, entre nosotros. Gracias, Agnes, por haber aparecido en un momento tan importante.
Casandra: Aparte de agradecerte lo que has hecho por Gaya, yo tengo que pedirte perdón. Me he equivocado contigo, Agnes. Te he juzgado muy cruelmente y me gustaría que me perdonases, aunque entenderé que no quieras hacerlo.
Agnes: No tengo nada que perdonarte, Casandra, ni a ti ni a nadie. Es totalmente comprensible que hayáis desconfiado de mí. Sería ilógico que no lo hicieseis; pero me gustaría que supieseis que, durante todo este tiempo que me he mantenido alejada de vosotros, he pensado muchísimo en todo lo que me sucedió y he cambiado muchísimo. La Diosa me ha ayudado mucho a reconocer mis errores, mis carencias, mis tristes sentimientos. Por favor, perdonadme.
La voz de Agnes sonaba trémula; lo cual conmovía a todos los que la escuchaban.
Artemisa: Creo que para todos empieza una nueva época que tenemos que llenar de luz. Que Gaya se haya recuperado de esa terrible enfermedad que ha estado a punto de apagar su vida nos indica a todos que nunca debemos rendirnos y que nunca se nos agotarán las oportunidades para ser libres y felices. Agnes, no temas por nada. Te prometo que te ayudaré en todo lo que necesites. Creo que precisas de una mano que te ayude a caminar por la vida. No estarás sola, te lo aseguro.
Agnes (emocionada): Gracias, Artemisa.
Gaya: Y no quiero que sigas alejada de nuestro aquelarre. Éste tenía sentido también gracias a ti y tu ausencia lo apaga.
Agnes: Gracias, de verdad, gracias a todos.
Artemisa: No lloremos más. ¡Celebremos el regreso de Gaya con un canto a la vida, al renacer, a la luz!

Todos conocían los versos que Artemisa deseaba que cantasen y el baile que debían seguir para expresar la felicidad que sentían. Se trataba de unos versos dedicados a los elementos, a la vida, a la fuerza del renacer, a la Diosa.

Gaya (sonriendo con amor): Me conmueve muchísimo que entonen precisamente esta canción. Qué bonitas suenan sus voces.
Gilbert: Artemisa tiene una voz muy hermosa y poderosa.
Gaya: Agnes también canta muy bien. Tendríamos que permitirle que cantase más veces.
Gilbert: Y Edurne también tiene una voz muy dulce.
Gaya: Oírlas cantar es sentir la vida.
Gilbert: Gracias por haber regresado, por no habernos dejado solos.
Gaya (bromeando): No era mi intención enfermarme. Yo también me alegro de estar aquí con vosotros.
Gilbert: Mi Gaya. No vuelvas a darnos un susto tan estremecedor nunca más, por favor.
Gaya: Lo intentaré.
La vida parecía haber recuperado el brillo que la horrible enfermedad de Gaya había estado a punto de desvanecer. Agnes, Artemisa, Casandra, Edurne, Neftis y Penélope cantaban y bailaban como si no hubiese un mañana, como si toda la felicidad de la Historia se hubiese concentrado en aquel instante. A ninguna le quedaba en el alma ni el menor rastro de aquella inmensa tristeza que tanto las había hundido. La sanación de Gaya significaba para todas un renacer, una nueva oportunidad para luchar por lo que anhelaban ser y por lo que ansiaban vivir, para no rendirse nunca, aunque el otoño llenase de frío y de decadencia la naturaleza cuando ni siquiera había llegado su equinoccio, pues incluso hasta en el paisaje más melancólico y oscuro hay un rayo de esperanza y de vida cruzando las sombras.

lunes, 7 de noviembre de 2016

SALVANDO A GAYA - PRIMERA PARTE: LA DESESPERACIÓN DE LA MUERTE


SALVANDO A GAYA

PRIMERA PARTE: LA DESESPERACIÓN DE LA MUERTE

Los comienzos del otoño se reflejaban en aquel cielo nublado y dorado, en el frío viento que soplaba entre los troncos y mecía las ramas de los árboles y en la quietud decadente que se había esparcido por todo el bosque. El verano parecía una ilusión onírica. Apenas quedaban rastros de aquel calor intenso que había apagado y secado las verdes hojas, que les había arrebatado el aliento a las flores y había debilitado la corriente de los ríos.

Gaya, la suprema sacerdotisa de El fuego de Hécate, estaba enferma, cada vez más cerca de la muerte. A Penélope le parecía que la caducidad que deseaba desvanecer el alma de aquella mujer tan afable, sabia y buena se había transmitido al bosque, adelantando la llegada del otoño como si en verdad aquella estación naciese del corazón de la sacerdotisa.



Hacía más de tres días que aguardaban la llegada de Artemisa y Casandra, quienes habían ido a buscar, a un lugar muy lejano y cálido, unas flores que podían devolverle la salud a Gaya. Ninguno de los miembros del aquelarre sabía qué le había causado aquella extraña enfermedad. Gaya tenía fiebres muy altas que le hacían delirar, hablaba de sucesos que no habían sucedido nunca y no podía comer, ya que vomitaba cualquier alimento o bebida que ingiriese.

Penélope: No entiendo por qué tardan tanto. Tal vez les haya ocurrido algo malo y no puedan volver o quizá no hayan encontrado las Pitusas Inolvidables. Si hoy no aparecen, me temo que ya no tendremos tiempo para salvar a Gaya.

Penélope hablaba para sí, pero Gilbert, quien tenía el alma llena de tristeza, pudo oír muy bien sus palabras; las que lo entristecieron mucho más.



Artemisa y Casandra llevaban caminando sin cesar durante tres días. Ni siquiera se habían ofrecido a sí mismas el privilegio de descansar por la noche. Estaban completamente agotadas, pero la vida de Gaya era mucho más importante que las sensaciones físicas que les anegaban el cuerpo.

Artemisa: Menuda tarde otoñal tenemos. Es preciosa, pero también me hace creer que nada saldrá bien.

Casandra: Piensas de ese modo tan desalentador porque estás inmensamente cansada. Yo también estoy agotada, Artemisa; pero el esfuerzo ha merecido la pena.

Artemisa: Sí, estoy completamente extenuada. Además, salvarle la vida a aquella chica tan buena me ha dejado exhausta. Sentir con tanta fuerza la presencia de la Diosa me agotó muchísimo; pero a la vez me convenció de que somos mucho más poderosas y mágicas de lo que pensamos. Me siento más unida a la Diosa que nunca y eso me permite no desfallecer. La Diosa me ofrece un aliento del que no gozaría si Ella no estuviese conmigo.

Casandra (sorprendida): Me estremece tu forma de hablar, pero a la vez me anima muchísimo. Artemisa, no podemos perder más tiempo. Ya veo la casa de Gaya.

Artemisa: A mí me parece que esa imagen es un espejismo.

Casandra: No lo es. Mira, allí están Penélope y Gilbert. Nos aguardan.

Artemisa: También está Neftis. Pobrecita. Qué mirada tan triste tiene. Quizá hayamos llegado demasiado tarde, hermana.



Neftis no cesaba de hablarle a la Diosa, de dirigirle ruegos que se perdían en el vacío de su tristeza, que se mezclaban con la desesperanza y el desánimo más profundos.

Neftis (para sí): Por favor, Madre Diosa, salva a nuestra sacerdotisa, por favor. Todavía no ha llegado el momento de su muerte, todavía no. Salva a tu fiel servidora, por favor.

De repente, Neftis vio aparecer a Artemisa y Casandra entre los árboles.


Neftis (exclamando con felicidad, alivio y emoción): ¡Gracias a la Diosa! ¡Menos mal que habéis llegado!

Artemisa (con voz trémula): Dinos que no es demasiado tarde, Neftis, por favor.

Neftis: Está muy mal, Artemisa. Me temo que apenas le quedan unos minutos de vida, así que tendremos que darnos prisa.

Artemisa: No puedo creerme que la Diosa quiera llevársela ya.


Neftis: Yo tampoco, Artemisa. Nuestra Gaya está muriéndose. Nunca creí que tuviésemos que enfrentarnos tan rápido a una realidad tan horrible. Lo peor es que no sabemos lo que le sucede y Gilbert se niega a que la trate un médico con medicinas químicas. Afirma que estaríamos faltándole al respeto a Gaya, quien siempre se ha opuesto a la ciencia.

Artemisa: Siempre ha sido tan testaruda...

Neftis: Tenemos que darnos prisa, Artemisa.


Gilbert, desde la puerta de la casa de Gaya, miraba a las tres mujeres con los ojos llenos de desolación, pero también se le escapaba de la mirada un rayo de alivio y esperanza que le acariciaba el alma. Artemisa sintió la necesidad de abrazarse al sumo sacerdote para transmitirle ánimos y asegurarle que lucharía hasta el último suspiro de su vida para salvar la vida de Gaya, pero sabía que, si obedecía a sus sentimientos, la desesperación que la atacaba la desmoronaría.

Penélope recibió a las dos hermanas con una felicidad trémula mientras decía:

Penélope: Dichosos los ojos que te ven, Artemisa. Pensábamos que no llegarías nunca.

Casandra: El lugar en el que crecen las Pitusas Inolvidables está muy lejos de aquí y nos ha costado mucho encontrarlas.


Artemisa: Lo que debemos hacer es hervir las flores con un litro de agua y después darle a Gaya la infusión que obtengamos. Es muy importante que las flores no se deshagan, que saquemos el líquido resultante de la decocción antes de que se tiñan de ese color oscuro que indica que ya no se pueden extraer de sus pétalos las propiedades que necesitamos. Además, es preciso concentrarse mucho para adquirir de las flores toda la energía que puede curar a Gaya. ¿Lo habéis entendido?

Penélope y Neftis asintieron levemente con la cabeza.

Neftis: Si tan claro tienes como debemos hacerlo, ¿por qué no lo haces tú?

Artemisa: Porque me siento tan cansada que sería incapaz de concentrarme.

Penélope: No te preocupes, Neftis. No temas. Yo te ayudaré.


Casandra (desorientada y algo disgustada): No entiendo por qué hace tanto frío si ni siquiera hemos celebrado todavía Mabon. No comprendo cómo es posible que a mi hermana le guste tanto el otoño. A mí me parece una época tan triste... Y, si Gaya muere, para siempre será decadente para mí.


Gilbert observaba a Artemisa con preocupación, pero también con intriga, como si en esos momentos se hubiese olvidado de dónde se hallaba y de lo que estaba ocurriendo. Artemisa saludó al supremo sacerdote del aquelarre con respeto y mucho cariño.

Gilbert (con voz trémula): La perdemos, Artemisa. Está desvaneciéndose. Ni siquiera la tenemos aquí. Delira y se duerme continuamente. Si no le damos ya las hierbas que necesita, no podremos salvarla.

Artemisa: Penélope y Neftis están preparando ya el brebaje. No pierdas la esperanza, Gilbert, por favor.

Gilbert: Eso intentaré. Entra, por favor. Quizá verte le haga bien.


Cuando Artemisa entró en la casa de Gaya, notó que se había apoderado de todos sus rincones una atmósfera pesada y densa; la atmósfera opresiva que se desprende de la enfermedad y que anuncia la cercanía de la muerte.

Edurne la recibió intentando sonreírle, pero tenía una mirada tan triste que cualquier gesto de alegría que quisiese esbozar resultaría hipócrita y evanescente.

Edurne: Artemisa, ya no podemos hacer nada por ella. Se ha dormido hace más de media hora y no despierta.

Artemisa: Trataré de ayudarla a regresar a la consciencia, te lo prometo.

Edurne: Ya no sabemos qué hacer, Artemisa. Sólo espero que las Pitusas inolvidables puedan devolverle la salud. Nosotros ya nos hemos desgastado celebrando rituales para sanarla. Lo único que hemos logrado es retrasar el momento de su muerte, nada más. Es como si la Diosa nos ofreciese muchas oportunidades para despedirnos de ella con todo el amor que le profesamos.

Artemisa: Por favor, no pierdas la esperanza. Dentro de poco le daremos las hierbas que podrán curarla.

Edurne: Está tan enferma que no creo que el brebaje la cure. Te mereces despedirte de ella en soledad. Avísanos si lo necesitas.



Cuando Edurne se marchó, Artemisa se acercó al lecho de Gaya con recelo y mucho temor. Hacía mucho tiempo que no vivía una situación tan triste. Aunque hubiese intentado animar a los demás pidiéndoles que no perdiesen la esperanza, lo cierto era que ella tenía el alma anegada en un desconsuelo contra el que no cesaba de luchar para que no apagase sus últimos ápices de fortaleza.



Artemisa (con mucho amor en su voz): Gaya, por favor, no te marches todavía. Aún te quedan muchas cosas por vivir, muchos momentos por compartir con nosotras, muchas cosas que enseñarnos. Gaya, no puedes irte. Hécate, por favor, no te la lleves todavía. Gaya, por favor, dime que puedes oírme y entender mis palabras. Gaya, cariño, no puedo aceptar que te vayas, Gaya... Resiste, por favor.



Entonces, inesperadamente, Gaya abrió los ojos y miró brumosamente a Artemisa. Cuando Artemisa vio que Gaya había despertado, el corazón se le llenó de esperanza y el desánimo que le había invadido el alma se atenuó levemente.

Artemisa: Gaya, Gaya.

Gaya (con voz débil y trémula): ¿Eres tú, Artemisa?

Artemisa (suspirando): Gracias a la Diosa. Gaya, ¿puedes oírme?

Gaya (casi inaudiblemente): Artemisa, escúchame. Me muero, Artemisa. Estoy muy cerca de la muerte. Ya noto el llamado de la Diosa. Artemisa, quiero que sepas que deseo que seas tú la próxima suma sacerdotisa del aquelarre. No quería morirme sin delegar en ti el cargo que durante tanto tiempo he desempeñado con todo mi amor. Por favor, acéptalo. Si lo haces, podré marcharme en paz.

Artemisa: Ahora no te preocupes por esas nimiedades, Gaya. No te irás. No, no te irás. Ninguno de nosotros lo permitirá. Dile a la Diosa que te deje regresar junto a nosotros.

Artemisa arrancó a llorar sin poder evitarlo, pero trató de contener los suspiros de dolor que se le escapaban del alma para no inquietar más a Gaya, quien parecía cada vez más lejos de ella, más débil y frágil.

Gaya (respirando con dificultad): Artemisa, mi Artemisa. Has sido una hija para mí, cariño. Te quiero, te quiero muchísimo y te he querido como no he querido a nadie en mi vida. Tienes que ser tú la suma sacerdotisa del aquelarre. No rechaces ese cargo, por favor.

Gaya respiraba cada vez más costosamente, como si el aire que se adentraba en su cuerpo fuese pesado y denso. Además, tenía la mirada perdida por unas brumas que le cubrían los ojos como si de un velo de tinieblas se tratase. Artemisa notó que le brillaban mucho los ojos por culpa de la fiebre. Gaya, entonces, inesperadamente, comenzó a ahogarse. Parecía como si alguien estuviese asfixiándola presionándole el cuello.

Artemisa: ¡No, no! Gaya, Gaya. Por la Diosa, no, no.


Con desesperación y muchísimo miedo, Artemisa salió de la casa de Gaya intentando controlar sus nervios, llamando a Gilbert, a Casandra, a Penélope, a Neftis y a Edurne con un pánico que volvía trémula su dulce voz.


Artemisa (desesperada por el pánico): ¡Por favor, dadme ya el brebaje! ¡Gaya está muriéndose! ¡No puede respirar! ¡Por la Diosa, dádmelo ya!


Penélope: Todavía no ha hervido lo suficiente, Artemisa.

Artemisa: ¡No importa! ¡No tenemos más tiempo! ¡Estamos perdiéndola!

Neftis: No va a funcionar. Ya es demasiado tarde.


Mientras ayudaba a Gaya a ingerir aquella infusión que le devolvería la vida, Artemisa no dejó de rogarle desesperadamente a la Diosa que la ayudase a recuperar su salud, que le permitiese volver junto a ellos. Gaya tragó con dificultad aquel líquido verdoso y, después, se quedó quieta en la cama, con la mirada perdida, todavía respirando espesa y profundamente.

Artemisa: Gaya, por favor, sé fuerte. No te rindas. Te necesito, Gaya. Todavía no me siento capaz de vivir sin ti. No, nunca seré capaz de vivir sin ti. Eres mi madre, Gaya, mi Gaya.



La fiebre no descendía, no perdía la fuerza con la que hacía arder cada rincón de su cuerpo. Artemisa notaba que la piel de Gaya casi quemaba bajo sus dedos y aquello la inquietaba y la desanimaba profundamente; pero no se rendía, no quería perder la esperanza. No aceptaba que la medicina que le habían proporcionado no hubiese surgido el efecto esperado. No podía creerse que tanto esfuerzo hubiese sido en balde.

Gaya no recuperaba la cadencia lenta y serena de su respiración. Inspiraba con muchísima dificultad y apenas exhalaba ese aire que su cuerpo necesitaba, ya que poco era el oxígeno que se adentraba en su ser. Además, la fiebre le había subido hasta ensombrecer su brillante mirada; la que se hallaba invadida por unas brumas oscuras que le revelaban a Artemisa que Gaya se encontraba cada vez más lejos de la vida y más cerca de la muerte.

Artemisa: No funciona. No puedo creérmelo. ¿Por qué? ¿Por qué, Diosa?

Desesperada y desanimada, salió del hogar de Gaya notando cómo la tierra temblaba bajo sus pies, cómo la vida perdía su sentido y cómo el cielo que los cubría a todos se ensombrecía hasta convertirse en el reflejo de una noche triste y tétrica.

Nadie necesitó preguntarle a Artemisa por qué tenía una mirada tan triste. Sus ojos eran una voz que gritaba hasta ensordecer.

Gilbert: ¿No ha funcionado?

Artemisa no pudo contestarle. Negó con la cabeza mientras se alejaba de ellos con los ojos llenos de lágrimas.

Neftis: Será mejor que entres a despedirte de ella. Yo ya sabía que era demasiado tarde.


Gilbert no podía creerse que Gaya, la mujer a quien más había querido en su vida, estuviese desvaneciéndose como si su vida no importase, justo en aquella tarde otoñal tan nostálgica y hermosa. Siempre había pensado que moriría él antes que Gaya y que así no tendría que soportar su eterna partida.

Gilbert (tratando de controlar las ganas de llorar para poder expresarse con serenidad y fortaleza): Gaya, cariño, por favor, no me dejes solo. No puedo vivir sin ti. ¿Qué haré yo ahora si te vas? Por favor, Gaya, aférrate a la vida. No puedo aceptar tu muerte, Gaya.



Gilbert (llorando desconsoladamente sin poder evitarlo): Gaya, mi Gaya, perdóname por todo lo que no he hecho por ti. Por la Diosa, me arrepiento tanto de no haber luchado por ti, por lo que siempre he sentido, por lo que te he querido... Gaya, mi Gaya, no te vayas, por favor, no te vayas.

No obstante, Gilbert sabía que, por muy desesperadamente que le suplicase a Gaya que no se fuese, ella se hallaba cada vez más lejos de la vida, más invadida por la muerte. Gaya, la única mujer que había amado de veras, por la que sin embargo no se había sentido capaz de luchar, estaba desvaneciéndose como lo hacen los rayos del día cuando la noche se apodera del cielo. Gaya, la mujer más buena, hermosa y cariñosa que había conocido, estaba apagándose cual estrella que ya se ha cansado de pugnar con su etéreo y frágil brillo contra las penumbras del Universo. Gaya estaba marchándose, y él no podía hacer nada para retenerla a su lado, nada, absolutamente nada.



Artemisa: Lo único que nos queda es pedirle a la Diosa que le permita vivir un poco más.

Penélope (con nostalgia): Yo creo que, en vez de un ritual de sanación, lo que tendríamos que celebrar es una ceremonia mágica que la ayude a partir en calma hacia el mundo de la muerte.

Neftis (desesperada de tristeza): Pero ¿qué estás diciendo? ¿Acaso te has rendido? ¡Yo no pienso aceptar que Gaya está muriéndose! ¡No, no!

Artemisa: Sea lo que sea lo que queramos pedirle a la Diosa, ahora reunamos toda nuestra energía vital y concentremos nuestra magia en este instante. Hundíos en mis palabras; las que le dirijo a la Diosa con todo mi amor y mi devoción. Hécate, Reina de los muertos, Señora de las almas fenecidas, a ti nos encomendamos, a ti te suplicamos que le devuelvas a nuestra Gaya la salud que ha perdido. Por favor, no la arranques de nuestro lado, poderosa Madre.



Artemisa: A través del fuego sagrado, nos dirigimos a ti; a través del aire que nos rodea, que es el aliento de nuestra vida, te enviamos nuestros ruegos; a través de la fértil tierra que forma nuestro suelo, te rogamos que nos escuches; y, mediante la voz incansable del agua que es renacer y renovación, te mandamos nuestra energía para que la conviertas en más vida para Gaya. Hécate, tú que soportas la muerte de tu consorte cada Samhain, guíanos en estos instantes tan difíciles.

Aquel ritual era la última esperanza que les quedaba. Invocando a los cuatro elementos, al éter eterno, al Dios y a la Diosa, sintieron que el alma se les llenaba de aliento y de fortaleza. Artemisa trató de silenciar todas las emociones tristes que susurraban por dentro de ella para poder teñir de fe e ilusión toda la energía que se desprendía de sus palabras, de su solemne y tersa voz y de las miradas con las que envolvía a quienes la rodeaban.

El bosque se sumió en un silencio denso y aterciopelado que a todos les pareció el preludio de un gran momento. Notaron que, a través de aquella falta de sonidos, la Diosa se comunicaba con ellos mediante una sutil brisa que mecía muy débilmente las ramas de los árboles y que alimentaba las llamas del fuego sagrado. Artemisa cerró los ojos con fuerza e inspiró profundamente para introducir en su ser toda la energía positiva y vigorosa que la rodeaba. Aunque fuese consciente de que Gaya se estaba muriendo, intuía que aún quedaba un rayo de esperanza que podía quebrar las crecientes tinieblas que se habían apoderado de la vida de la mujer que ella más quería; quien le había enseñado a encontrar a la Diosa en cada gota de agua, en cada suspiro del viento, en cada haz resplandeciente que brotaba del fuego y en cada grano de tierra que alfombraba el suelo de su vida; quien la había ayudado a descubrir toda la magia que se encierra en cada planta, en cada árbol, en cada piedra, en cada elemento; quien la había querido como si de su vientre hubiese nacido, como la madre más entregada y bondadosa que la vida podría haberle ofrecido. Sabía que, si Gaya se marchaba, se moriría con ella una gran parte de su alma.