Hacía mucho tiempo que deseaba alejarme del
tumulto de la sociedad. Un potente e ineludible anhelo llevaba latiendo por
dentro de mí desde que el invierno había empezado a convertirse en primavera:
regresar a mi amada Lacnisha.
Lacnisha fue mi primer hogar cuando mi padre
me convirtió en vampiresa. Fue el primer hogar estable que tuve en mi tormentosa
y gélida existencia. Sus bosques eternamente nevados, sus poderosas montañas,
sus silenciosos bosques: todo fue para mí una morada construida por la bondad,
la magia y la fantasía.
Lacnisha siempre está nevada, siempre,
incluso aunque, cerca de su orilla, resuene el calor más inocente. Lacnisha
nunca ha perdido el blancor de su nieve ni la nocturnidad de sus aguas; las que
siempre han permanecido heladas, invadidas por grandes banquisas que nadan a la
deriva por un mar eternamente congelado. Lacnisha es como una luna en ese mar
oscuro y profundo cuyo fondo nadie se atrevió a explorar jamás. Lacnisha resta
apartada del mundo, de cualquier rincón. Lacnisha es una tierra aparte de todas
las demás. Es un lugar prácticamente inaccesible.
Tsolen, mi gran amor, no me impidió partir.
Me comprendió cuando le expliqué que me sentía agobiada, que deseaba volar
lejos de allí para encerrarme unas noches en un lugar donde nadie pudiese
turbar mi calma. Le prometí que regresaría mucho antes de que tuviese tiempo a
extrañarme. Partí una noche asfixiantemente calurosa en la que la luna brillaba
con fuerza en el firmamento, como si la excesiva templanza del inminente verano
le diese ánimo y vigor.
No tardé apenas en llegar a Lacnisha. Cuando
la vi resplandecer en medio de aquel mar oscuro y congelado, el alma se me
llenó de felicidad, de emoción, de alivio. Percibir el fulgor de mi amada isla
me serenaba siempre, siempre, por muy intranquila que me sintiese.
Cuando descendí a la tierra y al fin me hallé
rodeada por aquellos ancestrales y poderosos árboles, tuve la sensación de que
la inmaculada nieve de Lacnisha me daba la bienvenida como si llevase
esperándome muchísimo tiempo. Disfruté tiernamente de su soledad y de su silencio
(un silencio que para mí sonaba mucho más hermoso que cualquier melodía) durante
casi toda la noche.
Jugué con la nieve como si de nuevo fuese
niña, gocé de la tranquilidad de esos antiguos bosques sin temer que nadie
irrumpiese en mi íntimo momento y rogué, casi de forma inconsciente e
involuntaria, que aquella noche durase para siempre...
Mas, de repente, cuando creí que la noche devendría
en aurora sin que pudiese advertirlo, un sonido tímido, pero potente me arrancó
de los brazos de esa serenidad tan nívea y esponjosa. Me asusté profundamente, pues
en Lacnisha no solía vivir nadie, aquella mágica isla no solía recibir la
visita de ningún ser viviente... Solamente quienes la conocíamos nos atrevíamos
a volar hacia aquella isla que permanecía congelada en el tiempo.
Aquel sonido casi desgarrador me sobresaltó
de nuevo cuando empezaba a creer que se había tratado de una ilusión. Noté que
el estómago se me encogía y que ansiaba salir huyendo, pero el miedo y la
curiosidad me instaban a permanecer quieta. De repente, sin que pudiese
preverlo siquiera, apareció ante mí un enorme y poderoso animal cuyos ojos
destellaban de pánico y desconfianza.
—
¡Huy! —exclamé intentando serenarme; pero la imponente imagen de aquel
gran oso polar me hizo perder el equilibrio—. ¡No me hagas nada!
Enseguida me di cuenta de que aquel oso polar
estaba tan asustado que no podía controlar sus movimientos. Armándome de valor
y recordando que siempre había mantenido una relación muy especial con los
animales, me alcé del suelo y, mientras le dirigía unas palabras de ánimo y
serenidad, me acerqué a aquel asustado oso.
—
Tranquilízate, no te haré daño...
Enseguida me di cuenta de que se trataba de
una osa que estaba inmensamente inquieta. No obstante, en cuanto oyó mi suave y
dulce voz y sintió mis tibias y amorosas caricias, una pequeña parte del
desasosiego que experimentaba se convirtió en alivio. Adoraba notar que los
animales perdían aquella desconfianza que les dedicaban a todo lo que los rodeaba
para transformarla en una calma que se acrecía con el paso de los segundos
cuando yo me hallaba junto a ellos.
—
¿Qué te sucede? ¿Por qué tienes tanto miedo?
La osa me dedicó una mirada totalmente
anegada en temor. Además de todo el miedo que sentía, pude notar, entre todas las
sensaciones que captaba de su exterior, que deseaba pedirme algo. No me costó
descifrar aquel anhelo. La osita quería que la siguiese.
—
¿Adónde quieres ir? —le pregunté mientras caminaba tras ella.
La osita no se detuvo hasta que, sin
preverlo, nos hallamos en la orilla del congelado mar que rodeaba Lacnisha. No
entendía qué le sucedía. Intenté no inquietarme para que la osita no captase
mis nervios... pero aquella situación me hacía sentir levemente impotente.
«Cómo me gustaría que los animales pudiesen hablar», me dije mientras miraba
hacia el horizonte.
De pronto, me sobrevino una inmensa sensación
de pequeñez. El helado y oscuro mar que cercaba la isla de Lacnisha parecía infinito
y alargarse hasta más allá del mundo y de la vida...
De nuevo, la osita me extrajo de mi ensimismamiento.
Noté que se estremecía y que se inquietaba. Entonces, al volver a mirar hacia
el mar, vi que, enfrente de nosotras, nadaba a la deriva un fragmento de hielo
sobre el cual había un osito muy pequeño que parecía inmensamente asustado.
Enseguida comprendí por qué aquella osita estaba tan atemorizada. Su hijito se
había alejado de ella sin que nadie pudiese impedirlo.
Noté que deseaba lanzarse al mar; lo cual me
sobrecogió profundamente. Conocía que los osos polares sabían nadar, pero no me
apetecía tirarme tras ella a aquellas oscuras y gélidas aguas...
—
No, no... No te tires, cariño. Sí, entiendo lo que te sucede —le dije
sosegadamente—. No te preocupes. Lo salvaré. No temas. Espérame aquí...
Aunque me costase creerlo, era plenamente
consciente de que aquella osita entendía todas las palabras que yo le dedicaba.
Deseaba salvar a su indefenso hijito, quien nos miraba con tristeza desde aquel
fragmento de hielo que empezaba a alejarse de nosotras guiado por una fuerza
invisible. Tenía que darme prisa en salvarlo antes de que el viento se lo
llevase... pero no me apetecía nadar hacia él a través de aquellas gélidas
aguas.
Así pues, intuyendo que mi actitud quizá intranquilizase
a los ositos, me alcé hacia el cielo para volar hacia aquel peligroso pedacito
de hielo.
Al hallarme sobre aquel fragmento de hielo,
el osito me miró con temor y desorientación; pero se serenó en cuanto le
dediqué una mirada llena de cariño y seguridad. No me costó tomarlo en brazos
para alejarlo de aquel peligroso lugar que podía distanciarlo para siempre de
su mamá.
—
Tranquilo, ya no te sucederá nada malo. Ahora te llevo con tu mamá...
Serénate. Ya pasó todo —le susurraba tiernamente mientras lo abrazaba. El osito
estaba realmente asustado.
No pude evitar emocionarme cuando regresé
hacia la orilla, donde la madre de aquel osito tan hermoso nos esperaba con
ansia y desesperación, y los vi unirse con tanta dulzura. En los ojitos de la
madre vi un destello de ternura que me sobrecogió profundamente. Me pregunté
cómo era posible que hubiese quienes pensasen que los animales no tenían sentimientos.
Aquella imagen era mucho más preciosa y emotiva que cualquier escena de amor
entre dos personas...
—
Ya está... Ya pasó el peligro —les dije sonriéndoles con mucha armonía.
Entonces detecté que ambos deseaban dirigirse
hacia lo más profundo del bosque. No me pregunté nada. Solamente me limité a
seguirlos... pero, antes de alejarme de la orilla, un sonido estridente que
creó ecos hasta en lo más lejano del bosque quebró el silencio de aquel tierno
momento. Si hubiese tenido un corazón latiente, éste me habría estallado.
Una gran foca nos despedía desde el pedacito
de hielo. No pude evitar reírme cuando vi que aquel animal nos miraba con
desafío y desconfianza. «Tranquila, no te harán nada», le transmití a través
del silencio. «Están demasiado ensimismados con su reencuentro».
Caminamos
durante unos largos y helados minutos hasta que, al fin, entre los nevados
árboles, divisé la silueta de una cueva donde, al parecer, aquellos ositos
habían encontrado su hogar. Me pregunté desde cuándo Lacnisha tenía unos
habitantes tan simpáticos... Entonces deduje que aquella mágica isla que
siempre estaba nevada era uno de los pocos rincones que el calentamiento global
todavía no había destruido...
—
¿Aquí vivís? —les pregunté sobrecogida de añoranza y
a la vez felicidad—. Hace mucho tiempo que nadie habita en Lacnisha. Estoy
segura de que vosotros le daréis mucha vida...
Pareció como
si mis palabras animasen al osito, pues, en cuanto les hablé, se puso a jugar
desesperada y vigorosamente con la nieve. De repente, sin preverlo, aquel
momento se convirtió en uno de los más bonitos que vivía en mucho tiempo. Jugué
con ellos como si siempre hubiésemos sido amigos...
Entonces supe
que aquellas noches que me había propuesto pasar en soledad se llenarían de
vida, de luz y de inocencia. Sin que hubiese podido imaginármelo, en Lacnisha
había encontrado a dos amiguitos que nunca sería capaz de olvidar.