lunes, 8 de junio de 2015

REGRESO A LACNISHA



Hacía mucho tiempo que deseaba alejarme del tumulto de la sociedad. Un potente e ineludible anhelo llevaba latiendo por dentro de mí desde que el invierno había empezado a convertirse en primavera: regresar a mi amada Lacnisha.

Lacnisha fue mi primer hogar cuando mi padre me convirtió en vampiresa. Fue el primer hogar estable que tuve en mi tormentosa y gélida existencia. Sus bosques eternamente nevados, sus poderosas montañas, sus silenciosos bosques: todo fue para mí una morada construida por la bondad, la magia y la fantasía.
Lacnisha siempre está nevada, siempre, incluso aunque, cerca de su orilla, resuene el calor más inocente. Lacnisha nunca ha perdido el blancor de su nieve ni la nocturnidad de sus aguas; las que siempre han permanecido heladas, invadidas por grandes banquisas que nadan a la deriva por un mar eternamente congelado. Lacnisha es como una luna en ese mar oscuro y profundo cuyo fondo nadie se atrevió a explorar jamás. Lacnisha resta apartada del mundo, de cualquier rincón. Lacnisha es una tierra aparte de todas las demás. Es un lugar prácticamente inaccesible.
Tsolen, mi gran amor, no me impidió partir. Me comprendió cuando le expliqué que me sentía agobiada, que deseaba volar lejos de allí para encerrarme unas noches en un lugar donde nadie pudiese turbar mi calma. Le prometí que regresaría mucho antes de que tuviese tiempo a extrañarme. Partí una noche asfixiantemente calurosa en la que la luna brillaba con fuerza en el firmamento, como si la excesiva templanza del inminente verano le diese ánimo y vigor.
No tardé apenas en llegar a Lacnisha. Cuando la vi resplandecer en medio de aquel mar oscuro y congelado, el alma se me llenó de felicidad, de emoción, de alivio. Percibir el fulgor de mi amada isla me serenaba siempre, siempre, por muy intranquila que me sintiese.

Cuando descendí a la tierra y al fin me hallé rodeada por aquellos ancestrales y poderosos árboles, tuve la sensación de que la inmaculada nieve de Lacnisha me daba la bienvenida como si llevase esperándome muchísimo tiempo. Disfruté tiernamente de su soledad y de su silencio (un silencio que para mí sonaba mucho más hermoso que cualquier melodía) durante casi toda la noche.


Jugué con la nieve como si de nuevo fuese niña, gocé de la tranquilidad de esos antiguos bosques sin temer que nadie irrumpiese en mi íntimo momento y rogué, casi de forma inconsciente e involuntaria, que aquella noche durase para siempre...


Mas, de repente, cuando creí que la noche devendría en aurora sin que pudiese advertirlo, un sonido tímido, pero potente me arrancó de los brazos de esa serenidad tan nívea y esponjosa. Me asusté profundamente, pues en Lacnisha no solía vivir nadie, aquella mágica isla no solía recibir la visita de ningún ser viviente... Solamente quienes la conocíamos nos atrevíamos a volar hacia aquella isla que permanecía congelada en el tiempo.


Aquel sonido casi desgarrador me sobresaltó de nuevo cuando empezaba a creer que se había tratado de una ilusión. Noté que el estómago se me encogía y que ansiaba salir huyendo, pero el miedo y la curiosidad me instaban a permanecer quieta. De repente, sin que pudiese preverlo siquiera, apareció ante mí un enorme y poderoso animal cuyos ojos destellaban de pánico y desconfianza.


     ¡Huy! —exclamé intentando serenarme; pero la imponente imagen de aquel gran oso polar me hizo perder el equilibrio—. ¡No me hagas nada!
Enseguida me di cuenta de que aquel oso polar estaba tan asustado que no podía controlar sus movimientos. Armándome de valor y recordando que siempre había mantenido una relación muy especial con los animales, me alcé del suelo y, mientras le dirigía unas palabras de ánimo y serenidad, me acerqué a aquel asustado oso.


     Tranquilízate, no te haré daño...
Enseguida me di cuenta de que se trataba de una osa que estaba inmensamente inquieta. No obstante, en cuanto oyó mi suave y dulce voz y sintió mis tibias y amorosas caricias, una pequeña parte del desasosiego que experimentaba se convirtió en alivio. Adoraba notar que los animales perdían aquella desconfianza que les dedicaban a todo lo que los rodeaba para transformarla en una calma que se acrecía con el paso de los segundos cuando yo me hallaba junto a ellos.
     ¿Qué te sucede? ¿Por qué tienes tanto miedo?
La osa me dedicó una mirada totalmente anegada en temor. Además de todo el miedo que sentía, pude notar, entre todas las sensaciones que captaba de su exterior, que deseaba pedirme algo. No me costó descifrar aquel anhelo. La osita quería que la siguiese.



     ¿Adónde quieres ir? —le pregunté mientras caminaba tras ella.





La osita no se detuvo hasta que, sin preverlo, nos hallamos en la orilla del congelado mar que rodeaba Lacnisha. No entendía qué le sucedía. Intenté no inquietarme para que la osita no captase mis nervios... pero aquella situación me hacía sentir levemente impotente. «Cómo me gustaría que los animales pudiesen hablar», me dije mientras miraba hacia el horizonte.


De pronto, me sobrevino una inmensa sensación de pequeñez. El helado y oscuro mar que cercaba la isla de Lacnisha parecía infinito y alargarse hasta más allá del mundo y de la vida...


De nuevo, la osita me extrajo de mi ensimismamiento. Noté que se estremecía y que se inquietaba. Entonces, al volver a mirar hacia el mar, vi que, enfrente de nosotras, nadaba a la deriva un fragmento de hielo sobre el cual había un osito muy pequeño que parecía inmensamente asustado. Enseguida comprendí por qué aquella osita estaba tan atemorizada. Su hijito se había alejado de ella sin que nadie pudiese impedirlo.


Noté que deseaba lanzarse al mar; lo cual me sobrecogió profundamente. Conocía que los osos polares sabían nadar, pero no me apetecía tirarme tras ella a aquellas oscuras y gélidas aguas...
     No, no... No te tires, cariño. Sí, entiendo lo que te sucede —le dije sosegadamente—. No te preocupes. Lo salvaré. No temas. Espérame aquí...
Aunque me costase creerlo, era plenamente consciente de que aquella osita entendía todas las palabras que yo le dedicaba. Deseaba salvar a su indefenso hijito, quien nos miraba con tristeza desde aquel fragmento de hielo que empezaba a alejarse de nosotras guiado por una fuerza invisible. Tenía que darme prisa en salvarlo antes de que el viento se lo llevase... pero no me apetecía nadar hacia él a través de aquellas gélidas aguas.


Así pues, intuyendo que mi actitud quizá intranquilizase a los ositos, me alcé hacia el cielo para volar hacia aquel peligroso pedacito de hielo.


Al hallarme sobre aquel fragmento de hielo, el osito me miró con temor y desorientación; pero se serenó en cuanto le dediqué una mirada llena de cariño y seguridad. No me costó tomarlo en brazos para alejarlo de aquel peligroso lugar que podía distanciarlo para siempre de su mamá.
     Tranquilo, ya no te sucederá nada malo. Ahora te llevo con tu mamá... Serénate. Ya pasó todo —le susurraba tiernamente mientras lo abrazaba. El osito estaba realmente asustado.


No pude evitar emocionarme cuando regresé hacia la orilla, donde la madre de aquel osito tan hermoso nos esperaba con ansia y desesperación, y los vi unirse con tanta dulzura. En los ojitos de la madre vi un destello de ternura que me sobrecogió profundamente. Me pregunté cómo era posible que hubiese quienes pensasen que los animales no tenían sentimientos. Aquella imagen era mucho más preciosa y emotiva que cualquier escena de amor entre dos personas...
     Ya está... Ya pasó el peligro —les dije sonriéndoles con mucha armonía.
Entonces detecté que ambos deseaban dirigirse hacia lo más profundo del bosque. No me pregunté nada. Solamente me limité a seguirlos... pero, antes de alejarme de la orilla, un sonido estridente que creó ecos hasta en lo más lejano del bosque quebró el silencio de aquel tierno momento. Si hubiese tenido un corazón latiente, éste me habría estallado.


Una gran foca nos despedía desde el pedacito de hielo. No pude evitar reírme cuando vi que aquel animal nos miraba con desafío y desconfianza. «Tranquila, no te harán nada», le transmití a través del silencio. «Están demasiado ensimismados con su reencuentro».


Caminamos durante unos largos y helados minutos hasta que, al fin, entre los nevados árboles, divisé la silueta de una cueva donde, al parecer, aquellos ositos habían encontrado su hogar. Me pregunté desde cuándo Lacnisha tenía unos habitantes tan simpáticos... Entonces deduje que aquella mágica isla que siempre estaba nevada era uno de los pocos rincones que el calentamiento global todavía no había destruido...
     ¿Aquí vivís? —les pregunté sobrecogida de añoranza y a la vez felicidad—. Hace mucho tiempo que nadie habita en Lacnisha. Estoy segura de que vosotros le daréis mucha vida...


Pareció como si mis palabras animasen al osito, pues, en cuanto les hablé, se puso a jugar desesperada y vigorosamente con la nieve. De repente, sin preverlo, aquel momento se convirtió en uno de los más bonitos que vivía en mucho tiempo. Jugué con ellos como si siempre hubiésemos sido amigos...


Entonces supe que aquellas noches que me había propuesto pasar en soledad se llenarían de vida, de luz y de inocencia. Sin que hubiese podido imaginármelo, en Lacnisha había encontrado a dos amiguitos que nunca sería capaz de olvidar.

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